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Cambios de opinión

No hay práctica más conveniente para un periodista que releer los viejos periódicos para comprobar hasta qué punto nos equivocamos o nos equivocaron quienes anunciaron lo que nunca hicieron o hicieron todo lo contrario de lo que dijeron. En realidad, este ejercicio de humildad es bueno para todos. Por ejemplo, para quienes hace algunos años ponían en duda los estudios de los científicos sobre el agotamiento de algunas pesquerías, como el bocarte, y pedían aún más cuotas de capturas. Son los mismos, curiosamente, que ahora defienden la prohibición total de faenar y se escandalizan de que las autoridades puedan mantener abiertos los caladeros o de que a otros se les den cuotas.
Claro, que semejante cambio de opinión no se hubiese producido nunca si no hubiese, de por medio, subvenciones a cambio de no pescar. Cobrar sin tener que salir a la mar es un argumento mucho más convincente para los pescadores que todos los informes biológicos. Como se ve, todo era cuestión de encontrar el procedimiento más rentable o el menos trabajoso.
Hay otros bailes de opiniones igual de llamativos. Los comerciantes de Torrelavega hicieron una extraordinaria presión sobre su Ayuntamiento en los años 80 para forzarle a trasladar el mercado semanal que se celebraba los jueves en la Plaza de La Llama. Creyeron que al enviarlo a las afueras, donde se encontraba el Mercado Nacional de Ganados, su competidor desaparecería antes o después o, al menos, una vez alejado no perjudicaría sus ventas. Pero volvió a ocurrir lo mismo que había pasado al trasladar el mercado desde la Plaza Mayor a La Llama. Con más espacio, se multiplicó y, lo que es peor, dejó desolado el centro cada jueves, al llevarse con él a la clientela.
Veinte años después, los comerciantes acudían al Ayuntamiento a pedir todo lo contrario, la vuelta del mercado semanal, convencidos de que eso revitalizaría sus comercios del centro.
En esta ristra de errores históricos tampoco se quedan atrás los comerciantes de Santander, que empujaron a El Corte Inglés fuera de la ciudad, una estrategia que con el tiempo se ha demostrado tan equivocada que cuando este gigante comercial desembarcó en Pamplona la alcaldesa de la ciudad pidió expresamente que no repitiese el modelo de Santander, conocedora como era de las consecuencias. Y es que el resultado no ha sido desembarazarse de un competidor descomunal, sino el no poder compartir, siquiera, la sinergia de ventas que origina a su alrededor.
Los PSIRs, una fórmula urbanística creada en una Ley del Suelo que elaboró el Gobierno de Martínez Sieso, son ahora rebatidos por el PP, quien busca en García de Enterría argumentos de autoridad para que sean considerados ilegales. El urbanismo de Bezana ha sido boicoteado por los mismos que lo diseñaron, impidiendo con sus votos que sea aprobado. El PSOE, a su vez, se pliega a que la sede del Gobierno regional se haga en Puertochico, aunque ya no será el mamotrético edificio Moneo, sino una versión reducida y quienes defendieron el Moneo más ingente, como el alcalde de la capital, ahora hacen todas las maniobras posibles para que no se pueda llevar a cabo.
El mundo está lleno de rectificaciones. El problema es que haya quien, como decía Fraga, no acierte ni cuando rectifica, porque no siempre el que rectifica lo hace con el ánimo de acertar.

Multinacionales españolas

Multinacional es un término neutro para calificar a una compañía que tiene actividades productivas en otros países, además del suyo. Aparentemente, no hay nada predeterminado. Puede ser de cualquier lugar y operar en cualquiera de los más de 200 países que ya tiene el mundo. Pero nadie se imagina la posibilidad de que haya multinacionales senegalesas, húngaras o malayas. Tampoco se nos pasaba por la cabeza hace algunos años que hubiese multinacionales españolas. Las únicas transnacionales que conocíamos eran las extranjeras que operaban en nuestro país, por lo general norteamericanas.
Aunque nosotros apenas seamos conscientes, los tiempos han cambiado tanto en nuestro país que The New York Times acaba de publicar un informe para analizar la voracidad de las compañías españolas que se están quedando con empresas europeas de primer nivel y se han encumbrado a puestos que parecían reservados a firmas británicas, alemanas o estadounidenses. Tras la compra de la compañía BAA, Ferrovial se ha hecho con el control de la gestión de los aeropuertos británicos. Abertis, una filial de La Caixa, se ha hecho fuerte en las autopistas italianas; Cintra manejará los peajes del estado norteamericano de Indiana; el Santander tiene la franquicia bancaria más importante de Latinoamérica y uno de los mayores bancos del Reino Unido; Telefónica se ha convertido en una de las grandes operadoras mundiales y Altadis en un gigante tabaquero a escala universal.
Todo ha ocurrido de repente, como si nos sobrase dinero y talento para gestionar lo propio y lo ajeno. Y ambas cosas eran inesperadas, porque España lleva siendo un país pobre desde el siglo XVII y los gestores de las empresas nacionales han vivido acomplejados ante la posibilidad de salir al exterior.
Es posible que el secreto de un cambio semejante lo haya desvelado el propio New York Times, al atribuir esta nueva mentalidad al hecho de que muchos ejecutivos españoles se han formado en universidades norteamericanas, en Londres o en París. Puede que sólo fuera un problema de mundo y de idiomas. Una vez rota esa barrera psicológica que durante tanto tiempo ha limitado las auténticas posibilidades de España, quizá se descubra su auténtica capacidad para los negocios. Aunque nos la hayan tenido que descubrir los extranjeros.

Desmesurado sector inmobiliario

Alguien se preguntaba de qué materia están hechos los sueños. No parece probable que nadie le de respuesta. Si hubiese preguntado de qué materia está hecha la economía, la respuesta sería más sencilla: de ladrillos. Quien lo ponga en duda puede acudir al Banco de España. De cada cien pesetas que prestan los bancos y las cajas, 60 van a parar, por la vía de los promotores o los compradores, a viviendas. El resto, apenas cuarenta, van para todo lo demás, incluida la financiación al resto de las empresas, de lo que se deduce que, o las empresas están sobradas de dinero en España o son escuálidas y sin aspiraciones. Lo que está claro es que apenas consumen dinero en comparación con lo que necesita el negocio inmobiliario.
Destinar un volumen de recursos económicos tan exagerados a una sola actividad parece temerario y la materialización del riesgo no necesita, siquiera, esperar a que estalle la burbuja inmobiliaria. Basta con que se detenga el ritmo de construcción y que se reduzca drásticamente la demanda de dinero para que bancos y cajas se vean de manos cruzadas, con un exceso de liquidez que no tendrían dónde invertir porque, a la vista de los datos, no hay mercados alternativos.
El que pueda quedar semejante cantidad de dinero sin destino no es el único motivo de preocupación. En ese momento podríamos descubrir que la morosidad se disparaba y no por un incremento inesperado de los malos pagadores, sino por un mero problema estadístico. El hecho de que ahora se mantenga por debajo del 1% tiene bastante que ver con la avalancha de nuevas hipotecas, que diluyen el cociente. Si el divisor aumenta como el último año, en que los créditos para vivienda se incrementaron más de un 30%, la morosidad inevitablemente desciende –aunque en términos absolutos crezca– porque los créditos nuevos no han tenido tiempo suficiente para entrar en un proceso de mora.
Todo esto indica que la concentración de riesgo al que está llegando el sector financiero puede ser peligrosa, incluso en el caso de que la burbuja se desinfle suavemente. Pero es más preocupante aún el pensar que el resto de la economía española, incluido el crédito al consumo de las familias, puede manejarse con ese escueto 40% que no consume el sector inmobiliario. Esta claro que la división clásica de la economía en tres sectores ha quedado desfasada. Ahora es la construcción y tres más.

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