La huida del tiempo

Hace muchos, muchos años, cuando la música popular todavía no había sido monopolizada por los anglosajones, el magnífico cantante belga Jacques Brel se lo preguntaba en una olvidada canción: ¿Por qué la gente se aburre tanto? No es que lo tenga muy estudiado pero me parece que nos aburrimos como galápagos lisiados porque tanto el espíritu como la materia humana son cosas absolutamente limitadas y escasísimas. En este país nuestro, por ejemplo, tan poco propicio a la curiosidad intelectual – por no hablar de la científica, que ni existe – nos hemos aburrido como cocodrilos desde el principio de los tiempos. Tal vez por eso siempre hemos tenido cierta propensión a cometer los más variados disparates con tal de distraer la vida: hemos descubierto continentes, perfeccionado la tortura, divinizado el fútbol, discutido por gilipolleces, alicatado nuestro territorio con demenciales edificaciones, asesinado a nuestros semejantes por cuestiones de patrias y fronteras e, incluso, una vez superados los tiempos de la ociosa hidalguía, decidimos ponernos a trabajar como fervorosos calvinistas para así no morirnos de tedio.
Aunque pueda parecer sorprendente, que lo es, España, con perdón, es el estado europeo que tiene la jornada laboral más larga, no la más productiva, ni mucho menos, sino simplemente la más larga; o sea, que, bien mirado, lo cierto es que nos pasamos un montón de horas en el curro de tertulia con los colegas, limándonos las uñas, tragando litros de café, bajando porno de internet o mirando a las musarañas. No hay duda de que los abundantes medios de comunicación, la práctica del deporte, el abaratamiento de los viajes y las cada vez más numerosas casas de putas son un gran antídoto contra el aburrimiento, pero nada como la cómica disposición de nuestros políticos para recrearnos el espíritu y hacernos más llevaderas las horas sin que tengamos que recurrir a la bebida, al fútbol televisado, las discusiones conyugales, la frustrante –y cada vez más extendida– práctica sexual carente de toda vinculación afectiva o los requerimientos de nuestros hijos –benditos sean–.

Nuestra naturaleza espontánea, la variada gastronomía, el clima propicio y la escasa afición a la lectura nos ha impulsado desde siempre a vivir en la calle, así que en periodos de cierta estabilidad social –o sea, cuando no nos dedicamos a quemar conventos o cuando no nos liamos a hostias los unos contra los otros– aquello que más solemos hacer para pasar el rato son frases de bar, chistes, bravatas y chascarrillos; en definitiva, chorradas que soltamos con la única finalidad de entretener a los colegas mientras apuramos el tiempo entre trago y trago. En nuestro país, hay un sustancioso número de profesionales de la política que, en esto, son unos auténticos maestros; hombres y mujeres de reconocido prestigio con una asombrosa facilidad para transitar por este desquiciado mundo soltando chorrada tras chorrada. No voy a dar nombres ya que, teniendo en cuenta la proverbial lentitud de nuestra justicia, con una demanda judicial me temo que me pasaría el resto de la vida pendiente de sentencia, lo cual resulta tanto o más desagradable que pasarse la vida pendiente de una inspección de Hacienda, pero lo cierto es que a muchos de estos profesionales les colocas un micrófono cualquiera delante de la jeta y al instante te suelta una chorrada que puede hacer referencia a las descomunales cifras del desempleo, al recorte presupuestario de las infraestructuras estatales, a la nueva política exterior emprendida por la administración de Barak Obama, a las costumbres reproductoras de los guacamayos, al influjo de los astros en nuestras miserables vidas o a la longitud tridimensional del botafumeiro de la Catedral de Santiago de Compostela. Por eso, a mi modesto entender, a todos estos hombres, además de gratificarles con una sustanciosa remuneración económica, no vaya a ser que pasen estrecheces una vez concluida su vida laboral, habría que agradecerles los servicios prestados de alguna manera: nombrándoles hijos predilectos de sus ciudades natales, por ejemplo, haciéndoles profesores en alguna universidad extranjera, como ya hicieran con el graciosísimo Aznar; sacándolos de gira por las verbenas veraniegas de los pueblos junto a unos resucitados Andrés Pajares y Fernando Esteso; condecorándoles con el Premio Nacional de Bellas Artes, sección cómicos, o concediéndoles un espacio en la televisión para que así dispongan de la posibilidad de entretenernos lo mismo que en su día hicieron los teleñecos de la añorada rana Gustavo durante las tardes de los ya lejanos inviernos infantiles. En fin, cualquier cosa con tal de recompensarles por el desmedido empeño que ponen para librarnos del tedio, la abulia, el sinsentido de la vida y nuestra legendaria falta de interés por todo aquello que no sea nuestro propio ombligo.

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