Más vida a pasos agigantados

Los siete años y medio que las cántabras viven más que los varones es la diferencia entre sexos más abultada de todo el país, donde la diferencia promedio es de 6,5 años. Es evidente que la mayor perdurabilidad de las mujeres tiene que ver con la biología, pero eso, por sí mismo no explica el motivo por el cual en todas las comunidades del norte de España las diferencias entre las expectativas de una mujer y las de un hombre superan los siete años y en cambio, en el sur del país se reduce a cinco o seis.
A pesar de esa notable diferencia de longevidad entre hombres y mujeres, las líneas de mejora de ambos sexos no son paralelas, sino que tienden a una cierta convergencia. Eso sí, aunque continuase la misma tendencia de acercamiento, tendrían que pasar muchas generaciones hasta que cántabros y cántabras viviesen lo mismo.
Lo único seguro es lo que ya ha sucedido: En diez años, los hombres de Cantabria han acortado en cuatro meses y medio la enorme diferencia que les separa de las mujeres y es probable que no sea por mérito propio, sino por el hecho de que las mujeres han adoptado patrones de comportamiento semejantes a los de los varones, tanto por su incorporación masiva al trabajo como en las pautas de consumo de tabaco o de alcohol.

Una fuente que se agota

Es posible que en los próximos años esas circunstancias negativas pesen significativamente en las posibilidades de nuevas mejoras en la longevidad femenina. Tampoco invita a ser optimistas el hecho de que Cantabria ya tiene agotada la principal fuente estadística de ampliación de años de vida en ambos sexos, la reducción de la mortalidad infantil, dado que es la región española con un mejor índice. Sólo 2,3 de cada mil niños nacidos en la región mueren antes del año, una cifra que hace una décadas parecería inverosímil, ya que entonces eran 30 de cada mil. La media nacional es de 3,5 niños fallecidos de cada mil nacidos, lo cual indica que la esperanza de vida del resto del país mejoraría algo más por el mero hecho de reducir este índice hasta igualarlo con el de Cantabria.
El patrón de comportamiento social también ha cambiado sustancialmente en diez años. Ni siquiera el boom económico del nuevo siglo consiguió que las madres cántabras se aventurasen a elevar el bajísimo porcentaje de 1,2 hijos de promedio, la tasa más reducida del país, si exceptuamos la de Asturias, y ya sabemos que España, con 1,4 niños por mujer compartía con Italia los índices más bajos del mundo. Este discutible récord provoca irremediablemente un descenso de la población. Siguen muriendo más de los que nacen, a pesar de la sensación que se ha creado en sentido contrario, basada en el repunte de los nacimientos que se inició en 1999, después de muchos años de tendencia decreciente, y que estuvo a punto de igualar a las defunciones en 2005, cuando nacieron en Cantabria 5.267 niños y hubo 5.370 fallecimientos. Pero, desde entonces las dos estadísticas han vuelto a tomar caminos divergentes.
En 2007 ya hubo un saldo negativo de casi 500 personas y no por el hecho de que los nacimientos se hayan reducido de nuevo, sino por el rápido crecimiento de las defunciones. La aparente paradoja de que el censo de la región crezca mientras el saldo vegetativo es negativo es consecuencia del asentamiento de varios miles de personas procedentes del País Vasco en poblaciones limítrofes con Vizcaya y de la llegada de inmigrantes. El hecho de que la mayoría de estos recién llegados están en edad fértil es lo que ha propiciado que hayan mejorado los escuálidos ratios de nacimientos de Cantabria, aunque no lo suficiente como para compensar las defunciones.

Madres tardías

Las cántabras son madres por primera vez con 31,3 años, una edad muy avanzada para lo que siempre ha sido habitual, pero no hay grandes diferencias en España en este terreno. Aparentemente, es consecuencia de un deseo de estar económicamente establecidas antes de afrontar los gastos que supone el tener un hijo, pero la realidad es que está condicionado por el retraso de los matrimonios. Ahora, la edad media de los contrayentes supera los 30 años (30,8 para las mujeres y 34,0 para los varones) si bien es cierto que esa circunstancia va perdiendo importancia a efectos de natalidad, a medida que crece el peso de los hijos nacidos de parejas sin vínculos matrimoniales.

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