Editorial

Es verdad que suprimir altos cargos tiene algo de ejemplarizante, mientras que ni siquiera tenemos constancia de que haya bajos cargos. El día que el Madrid tenga que despedir a Mourinho (por una ley inexorable que afecta a todos los entrenadores antes o después) nadie echará en falta a los once técnicos que se trajo consigo. Porque el mal de los cargos no le afecta exclusivamente al sector público, como muchos parecen creer. No hay que ir muy lejos para constatarlo. La CEOE nacional, representante de la economía privada y defensora a ultranza del liberalismo económico, ha tenido hasta ahora 21 vicepresidentes, diez directores y veintidós comisiones, con otros tantos responsables. Con un organigrama semejante se podría haber gobernado la ONU, pero sólo se han gobernado los intereses empresariales españoles y no todos (ni siquiera bien). Cada uno es muy dueño de tener los cargos que quiera, si puede sostenerlos, pero resulta paradójico que la misma patronal que exige al Gobierno medidas para aumentar la productividad nacional tenga tal querencia por las poltronas y que quien reclama flexibilidad para hacer ajustes de plantilla no fuese capaz de hacer una poda en la selva de virreyes que habitan en su seno, cuya existencia sólo se justifica por los favores prestados.

Es evidente que el problema de esa tendencia a la exuberancia no está en la política, sino en una forma de entender la vida que compartimos los españoles. Allí donde nadie se juega el dinero propio, como las organizaciones sindicales y empresariales, los clubes de fútbol, las instituciones de todo tipo o las administraciones públicas está nuestro sitio, si somos capaces de hacernos hueco. Porque, no nos engañemos, aquí nadie cree en la iniciativa privada, ni siquiera sus más conspicuos defensores. Los presidentes de las Cámaras de Comercio han clamado estas navidades contra el decreto que arroja a estos organismos del paraíso de lo semipúblico y les obliga a buscarse la vida vendiendo sus servicios, como cualquier empresa. Eso será tan difícil de conseguir para unos entes que no están acostumbrados a hacerlo que, casi con absoluta seguridad, acabarán en manos de otra administración pública (las autonomías) que acogerán a las cámaras en su generoso regazo para evitar que desaparezcan y pagarán de sus presupuestos lo que hasta ahora pagaban las empresas. El que una medida dirigida a liberalizar el mercado acabase por hacer las Cámaras aún más públicas supondría un viaje estrambótico pero es lo más previsible.

Tampoco las empresas privadas se libran de esta tentación de arrimarse a lo público y todas ellas rezan para que les caiga un contrato de la Administración –por tarde que pague– y, si es posible, una concesión. Por no hablar de los padres empresarios que han procurado que sus hijos tengan una plaza en la función pública.
En España con la iniciativa privada pasa como con la religión, creemos pero no practicamos. Estamos convencidos de que el Estado debe proveernos de cuanto necesitamos y de que el Gobierno es el único culpable de lo que pasa. Sólo le eximimos de responsabilidad sobre lo poco que sale bien, porque es evidente que ese sí es mérito nuestro. Todo lo demás es el resultado de su incompetencia.
No queda mucho por aprender de los países de moral luterana en lo que se refiere al valor del esfuerzo personal y a la responsabilidad de cada ciudadano. La cultura del riesgo, la gestión positiva del fracaso, la asunción de responsabilidades y el reconocimiento hacia los que tienen iniciativas nos suenan a chino y, en el fondo, ese es el meollo de la iniciativa privada, no las pomposas teorías sobre liberalismo económico lanzadas por los mismos que siguen defendiendo que no sea posible abrir libremente estancos, administraciones de loterías o farmacias.

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