Inventario
El monopolio
del aire
La fiebre de las privatizaciones que se vivió en los años 90 no logró vender Hunosa, que es lo que nos hubiese interesado a todos los españoles, pero sí consiguió que pasasen a manos privadas las empresas rentables, algo que está al alcance de cualquiera, por poco listo que sea. Peor aún, cuanto menos listo sea, más fácil es que se las quiten de las manos. Una de las vendidas fue Retevisión, la compañía que se encargaba de difundir las señales de las televisiones y de muchas radios y nadie debió pensar que darle el monopolio de tales tareas a una empresa privada representaba un peligro potencial. Era como tener una autopista de pago sin carreteras alternativas y estar sometido a las condiciones que quiera poner el propietario.
Lo que cabía suponer, acabó por pasar y Abertis (la antigua Retevisión) impuso los precios que quiso y se hizo con el control de las pocas compañías que intentaron desafiar su poder, algo cada vez más complicado porque a estas alturas resulta demasiado costoso y complejo crear otra estructura de repetidores por los montes de toda España. El único competidor que llegó a representar una cierta amenaza fue la empresa andaluza Axion (hoy propiedad de una multinacional francesa y de varias cajas de ahorros) que pudo consolidarse gracias a que la SER decidió externalizar la distribución de la señal de sus cientos de emisoras y ese gran contrato quedó en manos de Axion, la oferta más favorable.
Axion, no obstante, no lo tuvo nada fácil, y decidió denunciar a Abertis por sus prácticas comerciales restrictivas ante la Comisión Nacional de la Competencia. Pero como en España, desde Larra hasta hoy nunca se ha tramitado un expediente con celeridad, el asunto parecía olvidado, tanto que hace ya un año Abertis consiguió reblandecer a Axion con sus reiteradas ofertas de compra y el rival por fin cayó en sus brazos. La antigua Retevisión compraba a su competidor más reticente, como antes había hecho con otros muchos, aunque la operación quedó a falta del visto bueno de la Comisión Nacional de la Competencia, por la casi absoluta concentración del mercado que supone.
Como la CNC no tiene prisas, no se ha pronunciado hasta ahora. Y no lo ha hecho sobre esta circunstancia, sino sobre el conflicto previo, la olvidada denuncia de Axion contra quien ahora era su propietario in pectore. La Comisión le ha aplicado a Abertis un correctivo severo por sus maniobras anteriores contra Axion, con enorme enfado por su parte.
Es probable que los responsables de Axion se hayan arrepentido tanto de haber presentado aquella denuncia como el grupo del concejal castreño Rufino Díaz, que llevó a los tribunales al alcalde Muguruza cuando estaba en la oposición, sin pensar que con el tiempo serían aliados y, lo que es peor, que la denuncia se volvería contra ellos mismos como un boomerang hasta acabar todos procesados.
La sanción de la Comisión Nacional de la Competencia contra Abertis ha roto el matrimonio de ésta, que ahora se siente despechada, con Axion, por lo que la CNC se ha quitado el segundo trabajo de encima y ya no tendrá que pronunciarse sobre esta unión. Lo agradecerán muchas televisiones y radios que, como ocurre en Cantabria, sólo hubiesen podido contratar con una empresa de antenas la difusión de su señal. No desaparece el cuasimonopolio de Abertis pero, al menos, no será absoluto y quizá no le permita demostraciones de fuerza como la que ha obligado al Gobierno cántabro a anular su contrato con la francesa Astra para difundir la señal de TDT por satélite en aquellas zonas donde la cobertura terrestre es imposible. Abertis seguirá mandando en el éter, un espacio que debiera ser público por su carácter estratégico, aunque, afortunadamente para todos, ahora un poco menos.
Organismos a perpetuidad
No hay procedimiento más eficaz para generar empleo que crear un organismo público. Como todo político parece convencido de que son pocos los que hay y que una sociedad moderna debe tener más, lo primero que se le ocurre es añadir al menos uno. Sabe que, cuando concluya su mandato, probablemente no quede nada que dé testimonio de su paso por la vida pública y de su hermosa actitud de servicio a los demás. Las leyes se enmendarán, las subvenciones serán sustituidas por otras, las empresas que haya contribuido a crear es posible que naufraguen, pero un organismo público resistirá hasta el final de los tiempos. Lo mismo da que tenga o no utilidad, porque tendrá un hueco en los presupuestos, unos funcionarios asignados y un edificio, y eso, en España, es la garantía absoluta de perpetuidad. Cada año será un poco más grande, un poco más caro y, probablemente, un poco más inútil, pero será más institucional. Para el organismo público no hay tiempos de crisis ni causas de disolución, hay una continuidad mecánica, como una ley física inmutable.
Un ejemplo es el de las Comisiones Nacionales reguladoras. La Comisión Nacional del Mercado de Valores ya tiene 369 trabajadores. Aún deben ser muy pocos, porque nunca consiguen detectar las operaciones con información privilegiada que se dan sistemáticamente en España cada vez que se produce un movimiento societario. La Comisión Nacional de la Energía es más reciente pero no menos ambiciosa: ya tiene 218 trabajadores, como si la energía la tuvieran que producir ellos mismos; la Comisión Nacional del Mercado de las Telecomunicaciones es más modesta, porque debe ser más fácil saber lo que pasa por las líneas de teléfono que con las eléctricas, aunque lo presumible es que aún no haya llegado a la fase del estirón. Pero el gigantismo ya llegará, es cuestión de tiempo. Para que no nos falte de nada, la Comisión Nacional de la Competencia tiene 190 inspectores y auxiliares.
El problema no son las plantillas, ni el hecho de que tengan unas remuneraciones medias superiores a los 60.000 euros sino el ritmo desmelenado al que crecen sus gastos. Para este año de crisis, un 32% de promedio, lo que no está nada mal.
Las razones no son tan difíciles de entender: un organismo público no alcanza la autoestima necesaria para funcionar como el virreinato independiente que se supone que es si no tiene su propio edificio y, por supuesto, debe ser munificente. Ahí tampoco se puede ser cicatero. Tiene que ser lo suficientemente grande, como para acoger las ampliaciones de plantilla que necesitará, por definición, además de espectacular y bien situado para reforzar la imagen pública de quienes lo ocupan, porque lo primero que ha de dejar constancia un organismo es de su existencia y poder: desde las civilizaciones más antiguas se sabe que un edificio público ha de tener un porte intimidatorio y a esa teoría se han abonado todo tipo de regímenes.
La perversión de estos gastos es que quien los realiza no se siente obligado a hacer economías, en unos casos porque sabe que si no gasta el presupuesto asignado se lo reducirán para el futuro y en los organismos con ingresos propios porque suponen, ufanos, que no nos cuestan nada. Por supuesto, no tienen en cuenta que las empresas sometidas a sus cánones nos trasladan luego esos costes a todos los demás.
Como en cada español hay un regulador en potencia y en cada familia un presunto funcionario que colocar, las autonomías están igual de tentadas a tener sus propios organismos públicos, también generosos en el gasto y con casa propia. No son comisiones nacionales, por supuesto, sino entes de televisión (hay sedes de televisiones autonómicas que pueden quitar el hipo fácilmente); institutos oficiales que estudian de todo menos cómo recortar los gastos públicos; empresas públicas; universidades como la de Cantabria, que completa su delirio inmobiliario con un gran Edificio del Estudiante, para ubicar media docena de despachos que ya tienen ubicación, como si nos sobrase el dinero; directores generales que se emancipan de sus consejerías para tener un edificio propio con el que reivindicarse a sí mismos…
Esto ha llegado a un extremo tan desmesurado que el gobernante ha perdido cualquier noción de la realidad. En Valencia, donde ahora quedan si uso las ingentes instalaciones de la Copa América, que costaron lo que no está escrito, el Ayuntamiento no se ha molestado en pensar mucho para sosegar a la opinión pública que, por cierto, sólo se intranquiliza cuando esos problemas se le plantean a los socialistas: Ha dicho que es mejor conservarlo todo tal cual está, sin tocarlo ni usarlo, por si Madrid fuese sede Olímpica en el 2016 y, en una carambola a tres bandas, Valencia subsede para los campeonatos de vela. ¡Como si hubiese algún problema en cerrar con llave el complejo durante siete años! ¡Más tiempo han estado sin uso las pirámides de Egipto, perdidas en el desierto! Para salir al paso ha presentado un proyecto tan funcional y tramposo como los que manejan las autoridades públicas por estos lares cada vez que rehabilitan un edificio sin saber a qué dedicarlo: todos los pabellones se reconvierten en centros polivalentes, de logística, de reuniones y salas de conferencias. Es decir, la nada envuelta en palabras grandilocuentes para convencer a los ingenuos de que tienen algo pensado cuando en realidad no tienen la menor idea de qué hacer con todo aquello.
En Zaragoza nada ha vuelto a saberse del destino de los edificios construidos para la Expo del Agua, porque los compromisos de entidades financieras y empresas para quedarse con varias de las construcciones se hicieron cuando a todo el mundo le sobraba el dinero. Ahora, lo que sobran son instalaciones. La misma historia, con el mismo resultado final, que la Expo 92, cuyo triste destino inmobiliario está ahí, diecisiete años después.
Salvo las instalaciones de los Juegos Olímpicos de Barcelona –los catalanes no gastan porque sí– las grandes inversiones que se han hecho para acontecimientos puntuales están por encontrar destino en este país tan rico que aún no ha entendido eso del reciclaje. ¡Que las llenen de organismos públicos!