Inventario
Esos molestos accionistas
Telefónica ha cambiado su reglamento interno para hacer más tranquilas las juntas sin riesgo de incurrir en impugnaciones. Ahora ya se podrán celebrar de pleno derecho ante un selecto grupo de invitados y recluir a los accionistas de a pie en otras salas, que ni siquiera tienen por qué estar próximas. De esta forma, los posibles pataleos al presidente sonarán lejos, o ni siquiera sonarán. Así se evitará también que en las imágenes del acto aparezcan deslucidas por interpelantes incómodos. Y es que, los accionistas empiezan a actuar como si estuvieran convencidos de que la compañía es de ellos. Pero todos sabemos que eso no es así. La compañía es del consejo de administración, tenga acciones o no. Es más, estamos acostumbrados a ver que el consejo se blinda con auténtico desparpajo (por el bien de la compañía, por supuesto) y exige que cualquier competidor hostil llegue a poseer el 75%, lo cual es materialmente imposible en el caso de un banco, si su intención es entrar por las bravas en el selecto grupo de los que controlan la empresa. Y así hemos visto que la Comisión Nacional de Valores, a priori defensora de los derechos de los inversores, ni siquiera ha reprochado el insulto a la inteligencia y a las normas de un estado de derecho que representa el hecho de que, por ejemplo, un consejo que controle sólo el 5% del capital de una empresa pueda negarle representación a un accionista que posea el 74,9%.
Afortunadamente, desde que el Banco Santander decidió dar marcha atrás en este terreno, en aras de las buenas prácticas de gobierno han sido varias las grandes compañías españolas que han cedido, pero aún son muchas las que tienen vigentes estas medidas leoninas que demuestran hasta qué punto son considerados hostiles los accionistas.
César Alierta, presidente de Telefónica lo ha dejado bien patente con las nuevas normas para regular las juntas generales. La sala B, la dedicada a los accionistas, ni siquiera deberá tener comunicación física con la sala A (para los vips invitados y periodistas). El único enlace será por medios audiovisuales y el presidente se reserva el derecho para desconectar el micro y la imagen de cualquier accionista molesto que esté en uso de la palabra durante el turno de ruegos y preguntas. Asimismo, podrá fijar el tiempo que puede intervenir. Y ya puestos, ha optado por barrer para casa en un viejo asunto de orden: cuando las propuestas del consejo de administración sean votadas, se considerarán afirmativos los votos de todos los presentes, excepto los de aquellos que manifiestamente se opongan. En cambio, cuando se voten propuestas introducidas por un accionista fuera del orden del día, se considerarán contrarios todos los votos, excepto los de aquellos que expresamente se manifiesten a favor.
El método es tan bueno que puede ser considerado una aportación de Telefónica a la organización de las sociedades modernas. En cuanto sea mínimamente conocido, será adoptado para sí por los partidos políticos, asociaciones de todo tipo e, incluso, en las juntas de comunidad. No sólo porque, de esta manera, resulta casi imposible que el presidente pierda una votación multitudinaria, sino que se evita el tedio democrático de contar los votos. Basta con contabilizar la parte estrecha del embudo, porque, pase lo que pase, quien controla la asamblea se reserva la parte ancha.
Obviamente es incómodo tener que soportar las quejas, a veces injustificadas y capciosas, de algunos accionistas. Emilio Botín comprueba cada año lo lejos que van quedando aquellos tiempos en que los inevitables siete intervinientes de los Salesianos sólo tomaban la palabra para ensalzar públicamente a don Emilio (padre) hasta llegar a crear un clima de incómodo empalago. Es verdad que también han desaparecido de las juntas de las empresas los chantajistas que exigían un pago o amenazaban con intervenciones furibundas, pero han sido sustituidos por otros personajes que representan a afectados por viejas querellas. Muchos de estos intervinientes esconden intereses poco santos, pero la democracia es así y hay que aguantarse un día al año. Es preferible pasar el sofoco de un chaparrón de críticas, que el dar a entender que los accionistas son una molestia insufrible para el consejo de administración. Porque, si este es el trato que reciben los propietarios…
La rebelión de los SMS
Que algo tan aparentemente banal como los mensajes SMS adquiriese de repente protagonismo político-ideológico la jornada previa al 14-M ha dejado a muchos con la boca abierta. Lo importante no era el mensaje: “Nos están engañando. Hay ya cuatro reivindicaciones de Al Qaeda (a propósito de los atentados). Pásalo.” Lo importante era la credibilidad y el reforzamiento de la sensación de grupo. Los móviles se habían convertido en el instrumento idóneo para crear una tribu. Todo el mundo sabe que las opiniones que más nos influyen son aquellas que coinciden con las nuestras y optamos por aquellos periódicos que nos dan la razón, sin pararnos a pensar si son o no los que ofrecen mayor calidad informativa. Necesitamos reforzar nuestras creencias y sentirnos miembros de un colectivo, el de aquellos que piensan como nosotros.
Con los móviles, los críticos con el Gobierno del PP descubrieron de forma espontánea que tenían a mano el mecanismo para sentirse miembros de un colectivo. Al pasar el mensaje a sus diez, quince o veinte colegas telefónicos, en pocas horas el famoso texto había llegado a varios millones de españoles, y a muchos de ellos de forma repetida. Se había creado una nueva tribu, de gente que a pesar de tener un sustrato ideológico semejante no se conocía entre sí, pero de repente quedaba enlazada por el mismo mensaje. Y para todos ellos esas pocas líneas tenían una motivación extraordinaria, porque el prescriptor era alguien próximo, el medio era nuevo y la circunstancia muy especial.
Es seguro que alguien intentará buscar otros usos al pásalo, entre ellos los meramente publicitarios, y lo más probable es que no funcione. Pero ha demostrado que, en momentos de crisis –o que alguien considere de crisis– puede convertirse en un contrapoder, porque las personas tienden a confiar más en lo que les diga un amigo que en un medio de comunicación, como le da más valor informativo-morboso a un rumor que a una noticia escrita. Y frente a la rebelión del SMS, el poder tiene muchas menos armas que para controlar los periódicos o las televisiones, a excepción de la de cortar el servicio telefónico. Pero eso resultaría demasiado burdo.
Nuestras multinacionales
El fin de una legislatura marca el final de muchas otras cosas, aunque no estén directamente relacionadas. No sólo la política se somete a balance. Por ejemplo, es hora de pasar revista a las inversiones españolas en el extranjero. Circulan informes que valoran en más de dos billones de pesetas las pérdidas que nos hemos dejado sólo en Argentina, una cuantía que equivale a los gastos de nuestra comunidad autónoma durante diez años. Y lo peor de todo es que el presidente Kirchtner nos trata como si las cuentas hubiesen sido al revés. Tardaremos décadas en recuperar una cantidad semejante a través de los beneficios que puedan generen allí nuestras empresas y bancos.
Así puede entenderse que nadie se haya molestado en divulgar esas cuentas, que han de estimarse a través de las provisiones que se vieron obligadas a hacer Telefónica, Repsol, Endesa, el Banco Santander o el BBVA y por las mermas en los beneficios de todos estos grupos. Afortunadamente, la economía Argentina ha reaccionado mucho antes de lo que podíamos imaginar y la sangría se ha detenido.
Pero no han sido las únicas plumas que han perdido nuestras empresas en el extranjero. En Alemania nos hemos dejado otro billón de pesetas, el que pagó Telefónica por una licencia de UMTS que ya no utilizará. Y en este caso, la trasferencia de tanto dinero a un país mucho más rico que nosotros no deja de resultar, además, una paradoja. No vale la pena recordar que la misma compañía pagó otro billón por la productora de televisión holandesa Endemol y casi dos por la compra de la norteamericana Lycos para dar cuerpo al frustrado proyecto de Terra. Dos inversiones que hoy probablemente no valen una décima parte de lo que entonces se abonó.
Si volvemos la vista al comienzo de la legislatura anterior, en la euforia tecnológica del año 2000 nos sentíamos protagonistas de una auténtica reconquista de Iberoamérica a golpe de talonario. Las empresas se habían convertido en el auténtico Ministerio de Exteriores del Gobierno Aznar. Cuatro años después, la evolución de nuestras compañías en el exterior apenas ocupa espacios en los periódicos especializados y, por supuesto, hace tiempo que dejó de ser mencionado por el Gobierno saliente como uno de los cambios históricos del país.
Es cierto que todo el mundo se equivoca en sus operaciones económicas, pero da la impresión de que hemos pagado demasiado cara nuestra osadía. Mucho más cara que otras multinacionales norteamericanas y europeas. Y no es una cuestión de bisoñez en estas lides, porque en Argentina ya tuvimos otra experiencia muy amarga hace ahora veinte años.
Este segundo aprendizaje ha resultado aún más caro y si no se ha llevado por delante alguna de nuestras grandes empresas nacionales recién privatizadas a manos de una opa hostil, ha sido por una pizca de suerte y el hecho de que el mercado interior ha mantenido un largo periodo de bonanza. De lo contrario, hoy estaríamos exactamente en el punto contrario del que pretendíamos. Nuestras multinacionales no sólo no habrían ampliado horizontes, sino que ya ni siquiera serían nuestras. Así que tenemos que dar por buenos los billones de pesetas que se han ido por la alcantarilla de las aventuras.