La huida del tiempo
Me parece haberlo comentado ya en algún artículo anterior pero no creo que esté de más recordar que la mayoría de las personas que deambulamos por el planeta en esta época de incertidumbres aspiramos a la seguridad; una seguridad que buscamos para contrarrestar la creciente inseguridad que nos proporciona el miedo cotidiano que los medios de comunicación nos procuran con tanto hablar del déficit de las cuentas públicas, los batacazos de las bolsas, la inestabilidad en la zona euro, la necesidad de frenar la espiral de desconfianza que reina en los mercados o las previsiones de las malhadadas agencias de calificación.
Tal como está el panorama, con una elecciones generales previstas para el próximo mes de noviembre, me parece que la mayoría de las personas, en un acto de resignado realismo, no queremos ser ni muy ricos ni muy pobres sino consolidar una mediocridad. La mediocridad que nos permite trabajar, maleducar a nuestros hijos, comer el cocido nuestro de cada día y contemplar la televisión sabiendo que tenemos el médico y las vacaciones pagadas. Cada vez que acudimos a las urnas lo hacemos con este propósito: que los dirigentes electos sean capaces de consolidar nuestra mediocridad. El problema es que ahora estamos inmersos en un periodo de descomunal deterioro económico y nuestra mediocridad puede volatilizarse en el aire lo mismo que el humo de un cigarrillo. En cierto modo era previsible. No solo porque durante las últimas décadas hemos dedicado todos nuestros esfuerzos a una desorbitada y disparatada construcción sino porque para sobrevivir en el mundo actual hay que fabricar cosas mejores y más baratas que los chinos, lo cual resulta prácticamente imposible ya que estos han aplicado la ascética del Tao al capitalismo y la miseria de su mano de obra es para ellos la maquinaria más productiva.
Nosotros no somos productivos. No es que lo diga yo sino que todos los días nos lo recuerdan los gestores económicos de la desorientada, confusa y envejecida Europa. Este país de nuestras entretelas ha sido siempre poco productivo. Siempre. Tal vez porque nuestra cultura laboral es la cultura del enchufe sujeto con esparadrapos, el sobrino de la asistenta que repara televisores durante los fines de semana, el ejecutivo que llega tarde a las citas dando disparatadas explicaciones, la corrupción, los parches, los privilegios… También es muy propio de nuestra cultura la doble contabilidad, el despilfarro, la holgazanería, el equipamiento anticuado, los funcionarios que toman el aperitivo en sus horas de trabajo, la mala gestión espléndidamente recompensada y esa fantástica forma de ganar dinero que consiste en especular a dentelladas.
El descomunal deterioro económico en el que llevamos tiempo chapoteando va a marcar la campaña electoral con la que nuestros políticos nos van a entretener durante las próximas semanas –en el supuesto, claro está, de que ningún terrorista chiflado cometa una gigantesca barbarie o de que los sacrosantos mercados decidan guillotinarnos a todo por considerarnos un estorbo, que todo puede ser–. Un servidor es descreído por naturaleza y escéptico por biografía, así que en toda campaña electoral, para procurar no llamarse a engaño con tanto promesa de creación de puestos de trabajo, solidaridad con los más desfavorecidos, mejora de los servicios públicos, cheques en blanco para la concepción de hijos o festejos de todo tipo, se atiene a la recomendación que el médico y poeta estadounidense Williams Carlos Williams dio a unos jovencísimos Jack Kerouac y Allen Ginsberg cuando fueron a visitarle a su casa de Paterson en busca de esos consejos que se reclaman a quienes, teniéndoles por maestros, creemos que nos pueden orientar en este tránsito tan complicado que es el vivir. El viejo poeta, tras una larga charla, remontada a las grandes barcazas que surcaban el Missisippi que Mark Twain describiera, poco antes de despedirlos, dio la espalda a los dos jóvenes representantes de la futura generación beat, descorrió las cortinas de una de las ventanas de su salón, señaló la calle y en un tono de voz neutro, pausado, casi, casi distraído, dijo: «Tened mucho cuidado. Ahí fuera hay mucho hijo de puta». La auténtica sabiduría estriba en distinguirlos.