Editorial

Prescindir del sentido común tiene sus riesgos, por muy bienintencionado que se sea. Y eso es lo que ha ocurrido con la recalificación de los terrenos de Sniace. Cuando el tiempo sosiega los conflictos quedan en evidencia las decisiones apresuradas y una de ellas era convertir parte de los terrenos fabriles en torres de viviendas de once pisos, cuyos vecinos podrían tratarse de tú a tú con las chimeneas. Es, evidentemente, una forma de resolver un problema –el económico– pero al mismo tiempo de crear otros, el urbanístico y el social.
El suelo se ha convertido en Cantabria en moneda de cambio para casi todo. No hay problema que no pueda arreglar un buen solar, hasta el punto que cualquiera podría pensar que frente a la vieja economía (la industrial) y la nueva (la tecnológica), nosotros hemos inventado una tercera, la economía urbanística. Pero cada vez está más claro que este retorcimiento de los usos previstos para el suelo a la medida de cada necesidad particular tiene sus riesgos. La catarata de sentencias que ha provocado la asociación ecologista Arca al recurrir otras tantas licencias es una buena muestra de ello y, sobre todo, el antecedente de los terrenos de Nueva Montaña Quijano donde un particular consiguió echar abajo una operación de grandes magnitudes, con un enorme coste para la empresa y para El Corte Inglés, que hubo de esperar tres años para construir. La ley, lisa y llanamente, no contemplaba ni contempla la posibilidad de que una recalificación se haga con el exclusivo fin de multiplicar el valor de un terreno para que su propietario pueda venderlo mucho más caro. Aunque se trate de una empresa en crisis.

Los técnicos del Ayuntamiento de Santander, más que los políticos, fueron vapuleados con la sentencia de Nueva Montaña y ahora, con este precedente, parece muy difícil que los técnicos rubriquen otra recalificación prácticamente idéntica. Si es una decisión política, son los políticos quienes deben asumir el coste de una posible sentencia en contra. Puede ser ese temor o el escaso convencimiento del alcalde de Torrelavega ante esta solución urbanística, pero el caso es que la salida inmobiliaria parece inviable, por mucho que José Luis Gil y el PP de Torrelavega insistan en ella. Sólo sería posible, como ya insinuó el PSOE de Torrelavega mientras gobernaba, con un cambio del Plan General de Urbanismo, que diese un nuevo uso a los terrenos, la misma solución, por otra parte, que se empleó en Nueva Montaña.

El alcalde, López Marcano, tiene buenas razones para mostrarse reticente a la fórmula actual. Crear un nuevo barrio de la ciudad a la sombra de las chimeneas de Sniace es, a medio plazo, conflictivo y requeriría importantes obras de infraestructura para salvar el río que separa esta zona del resto de la ciudad. Si lo que se necesita es suelo urbano, hay otros mucho más accesibles y adecuados. En cambio, no hay suelo industrial. Torrelavega lleva tres décadas suspirando por un polígono industrial y en estos treinta años nadie puede dar una explicación convincente de por qué no se ha hecho. Primero se pusieron las miras en Requejada, más tarde se construyó en Barros, un lugar al que los empresarios de Torrelavega no se sentían vinculados, y finalmente se ha replanteado dentro del propio municipio, con tantos inconvenientes que, al paso que va, no se hará nunca. Si en lugar de iniciar un polígono de nueva planta, con un proceso que puede llevar en el mejor de los casos tres años, se parcelan los terrenos excedentes de Sniace se ahorra tiempo y conflictos. Pero lo que es más importante, se atiende al sentido común. Los terrenos de Sniace ya son una zona industrial; los empresarios que allí se asienten no van a protestar de humos, polvos o movimientos de camiones, como harían los vecinos particulares y, además, no habrá ningún problema legal. Es decir, todos satisfechos, excepto Banesto, dado que el suelo industrial es menos valioso que el urbano. El Banco tendrá que hacer un sacrificio, como ya lo hicieron otras partes, y la ciudad podrá buscar alguna otra forma de compensación para resarcir a la entidad de parte del quebranto. Cualquier solución es mejor que crearse otro problema más de por vida y hace tiempo que hemos comprobado que cualquier error, materializado en hormigón, se convierte en un error perpetuo. Basta ver el diseño de nuestras ciudades.

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