Demasiados giros de guión
La literatura copiaba a la vida y ahora la vida copia al cine. Por algún motivo, nos encantan los personajes desatados, improbables e incluso malévolos, sin tener en cuenta que la principal virtud de las democracias es hacer la vida predecible y aburrida. Cuando hay demasiadas emociones, malo, y eso lo sabe el ser humano desde las cavernas, cuando todo imprevisto era una amenaza y su vida dependía de su capacidad para huir. Los héroes nunca sobrevivieron, por lo que tenemos que dar por supuesto que todos somos descendientes de los otros, de los que se escondían.
En este empeño actual por recrear en la vida diaria las fantasías del cine, es casi imposible superar lo ocurrido este verano. Que el propietario de la milicia privada Wagner, amigo íntimo de Putin, lanzase una columna de 25.000 mercenarios sobre Moscú en lugar de hacerlo contra Ucrania –lo contratatado– resultaba tan peliculero que muchos lo consideraron una maniobra de autoafirmación para el jerarca del Kremlin. Que dos meses después estallase su avión, cuando aparentemente ya estaban arregladas las diferencias, parece otro esfuerzo de Moscú para facilitarle el trabajo a Hollywood ahora que sus guionistas llevan meses de huelga.
En España tenemos estos giros de guión cada día. Si las jugadoras de fútbol ganan el Mundial, al cuarto de hora el relato ya no tienen nada que ver con ese éxito histórico, porque queda superado por tres circunstancias de la más variada índole: la jugadora que mete el gol se entera al acabar de que ha fallecido su padre; la compañera de Selección designada como mejor jugadora del Mundial, es la hija de un antiguo miembro de Terra Lliure, un grupo terrorista catalán absolutamente antiespañol, que consiguió que el Tribunal de Luxemburgo condenase a España por torturas; y, por si no fuera bastante material extradeportivo, el impresentable presidente de la Federación nos avergüenza ante el mundo entero. Ningún guionista se hubiera atrevido a poner una sola de estas circunstancias sobre un papel, por poco creíble, ni a imaginar que el entrenador sería despedido y, en cambio, seguiría en su puesto de haber perdido el mundial.
Tampoco lo era el 23 de julio, con todas las encuestas en la mano menos la del CIS, que Pedro Sánchez tuviese la mínima posibilidad de seguir en el poder y, dos meses antes, ni siquiera el PP creía en que Buruaga pudiese desplazar a Revilla y, menos aún, gobernar en solitario.
Antes, las extravagancias estaban socialmente muy penalizadas, porque ‘dar la nota’ era un potencial peligro para la mentalidad colectiva. Ahora penaliza no darla. Un cambio tan radical es producto de la influencia de los medios en la vida diaria. Esos quince minutos de fama a los que, según Wharhol, todos tenemos derecho, solo se consiguen saliéndose del carril, porque las televisiones se alimentan de personajes y circunstancias bizarros hasta acabar por normalizarlos. En cambio, lo previsible no es noticia y se desvaloriza ante la opinión pública. Por mucho que los electores opinen que los políticos han de estar recluidos en sus despachos firmando expedientes de la mañana a la noche, todos sabemos que eso no da votos. Si no hay polémica no hay visibilidad y así hemos llegado a lo que hemos llegado. Los partidos las fabrican con el exclusivo fin de tener protagonismo y restárselo a los demás, sin importarles si al agitar las aguas ponen en peligro el derecho de la sociedad a vivir con sosiego y sin más temores al futuro que los derivados de la propia existencia. Solo así puede entenderse que en países como el nuestro, liberados desde hace décadas de la plaga de las guerras, haya hoy más temor al futuro que en algunas de esas épocas convulsas. El problema es que no hay ley que penalice a quienes se cargan el derecho de todos a vivir tranquilamente.
Por eso, ya no puede sorprendernos que Santander alcance los 41º a la sombra o que la India sea el primer país en conquistar el polo sur de la Luna. Que Sánchez negocie de nuevo los votos de los independentistas ya está políticamente amortizado, porque ha dejado de ser novedad. En cambio, que Feijóo también haya buscado esos votos es otro giro inesperado de guión. Quién sabe si también nos encontraremos con la sorpresa de que acabe por lograr la investidura. En España ya no se puede dar nada por seguro, hasta el punto que un mismo resultado electoral puede llegar a deparar tres situaciones incompatibles entre sí: que gobierne el PP, que gobierne Sánchez o que haya nuevas elecciones. Aún resuenan en los oídos las palabras grandilocuentes de quienes pedían hace meses que hablasen las urnas. Ya han hablado, pero no sabemos qué han dicho.
Alberto Ibáñez