Desregular, pero mal

El director de un medio de comunicación que publica la carta de un lector que otro denuncia por ofensiva o calumniosa acababa en el banquillo. Si consigue identificar al autor (a veces se escudan en identidades falsas) para que el afectado vaya contra él, puede llegar a ser exonerado, pero el juez en ocasiones los juzga a los dos, al uno por las ofensas y al director del medio como cooperador necesario. Sin embargo, cada día se publican en las ediciones digitales de los medios miles de comentarios infinitamente más insultantes o calumniosos que nadie persigue ni denuncia y, por supuesto, ningún juez llama a ningún director de un medio para hacerle corresponsable de eso que ha publicado, como si lo que dice en internet fuese menos grave. La ley no ha cambiado un ápice. Es más, la única existente para la regulación de los medios es la que hizo Fraga durante el franquismo, que obviamente no se utiliza porque quedó tácitamente derogada por la Constitución.

¿Por qué vivimos en los medios situaciones tan distintas con la misma regulación legal? ¿Por qué perseguir o regular esos comentarios en la red se considera un ataque a la libertad de opinión, incluso siendo los comentarios anónimos, y nadie se queja de que las cartas publicadas en un periódico de papel den lugar a severas responsabilidades?

Vivimos en un país muy difícil de interpretar. Ante cualquier noticia escandalosa son muchos los que inmediatamente reclaman una norma más severa, pero una vez aprobada y olvidado el asunto, si esa normativa llegase a afectarles se mostrarán escandalizados por “la intromisión del Estado en todo”.

En España se hacen las leyes para tenerlas, no para cumplirlas ni para exigirlas. Más de la mitad de los negocios que se abren lo hacen sin haber obtenido todas las licencias, y cualquiera mostrará su comprensión hacia estos empresarios, porque si aguardan a la licencia, se les pasará la temporada, la oportunidad o la vida. ¿Cómo se puede estar esperando una licencia un año o más después de haber realizado todas las inversiones y haber comprometido a muchas personas para trabajar? Puede que eso no le preocupe al funcionario que se toma su tiempo o al que hace la norma, pero debiera ponerse en el lugar de quienes anhelan su respuesta.

La solución puede ser esa declaración responsable que auspicia el nuevo Gobierno cántabro en su simplificación administrativa. El empresario firma un compromiso de que tiene todo correcto y empieza a trabajar. En teoría,  debiera pasar una inspección posterior para ratificarlo, y ahí no es tan importante el tiempo que se demore, porque el negocio ya está en marcha. Lo insólito es que en algunas de las reformas que ha presentado el Gobierno de Sáenz de Buruaga no se menciona que vaya a producirse esta inspección comprobatoria.

Si simplemente nos fiamos de que todo está bien porque hay un compromiso firmado por el promotor, puede ocurrir un accidente grave o incluso una catástrofe (recordemos la terraza de Ibiza) y todos, especialmente aquellos que podían la desregularización total, exigirán responsabilidades a quienes permitieron que el local funcionase sin licencias ni inspecciones, porque somos ordenancistas por naturaleza y, sobre todo, contradictorios.

En España las leyes se hacen para tenerlas, no para cumplirlas ni para exigirlas

El sistema de abrir con una mera declaración responsable del empresario es habitual en EE UU, y funciona razonablemente bien, porque el papel de la administración lo asumen las aseguradoras: como son conscientes de que, ante un accidente, los jueces pueden establecer multas e indemnizaciones millonarias, que recaerán sobre sus espaldas, defienden sus intereses forzando al asegurado a que tenga las cosas en orden. El sistema parece perfecto, pero no lo es tanto, porque habría que hacer muchas matizaciones y, abordar, también qué ocurre con el que abre sin seguro o el que deja de pagarlo. ¿Quién protege a esas víctimas?

Lo que es evidente es que, en nuestro país tenemos demasiado interés en tener muchas normas y muy poco en cumplirlas. Cualquier extranjero se asombra de esa laxitud, empezando por la velocidad máxima en las carreteras, pero todos somos conscientes de que, muchas veces, contemporizar es la única forma de que las cosas funcionen. 

En el periodismo estamos sometidos a varias normas de dudosa interpretación y nunca sabemos si tenemos que tapar las caras de un niño en las fotografías (¿y por qué no en las películas, en los documentales o en las fotos de actos escolares?), y acabamos actuando según nuestro sentido común. También tenemos grandes dudas con la Ley de Protección de Datos, y nos encontramos con la paradoja de que las propias administraciones públicas la incumplen cada día en muchas de sus comunicaciones. Un sindiós, que diría el personaje de ‘Amanece, que no es poco’, que se multiplica exponencialmente a medida que se desciende hasta la normativa municipal.

Ha llegado el día de hacer una auténtica limpieza en toda esta inmensa normativa y de ser conscientes que más no es mejor y que establecer regulaciones en caliente o quitarlas, como ha hecho el Gobierno cántabro, suele provocar más problemas de los que resuelve. Pero no tengo fácil que lo consigamos. Lo probable es que, simplemente, hagamos otra ley más. La ley que regula lo que otras leyes ya regulan y que no deberían regular, sin que hagamos caso a ninguna de ellas.

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