El consumo eléctrico se hunde

La cabeza del consumidor español está más desconcertada que nunca. Sin haberse disipado aún el temor a los altísimos precios de la energía, lleva tiempo escuchando que los fines de semana el precio en el mercado mayorista está siendo cero o, incluso, negativo. Lo nunca visto: ¡Las empresas generadoras están dispuestas a pagar, aunque sea una cuantía mínima, a quien se lleve sus kilovatios! 

Como las dos circunstancias son claramente incompatibles, habrá que aclarar que esto es consecuencia de una serie de factores circunstanciales: una primavera ventosa pero también soleada, y unas lluvias que se han concentrado en un espacio temporal muy pequeño, lo que ha obligado a desembalsar el agua de los pantanos, en lugar de retenerlo para turbinarlo en momentos estratégicos. Pero nada de eso hubiese ocurrido si las energías renovables no hubiesen alcanzado la capacidad que ahora tienen, hasta el punto de poder abastecer en algunos momentos toda la demanda nacional.

Esa debería ser una fantástica noticia, pero tiene efectos colaterales más importantes de lo que se supone. Consumimos menos petróleo, emitimos menos CO2, abaratamos la energía y reducimos las importaciones, justo lo que pretendíamos, pero en un sistema de fijación de precios eléctricos como el que tenemos, el que las renovables concurran a precios cero o negativos, porque no pueden almacenar esa energía y producir un kilovatio adicional no les cuesta nada, expulsa de la subasta a todos los que han de pagar por el combustible que emplean para generar.

Con dos millones de habitantes más que en 2010, el consumo eléctrico anual es 30.000 gigavatios menor

Esta vez hemos llegado más lejos que nunca, al dejar fuera también varias centrales nucleares, que siempre han estado en funcionamiento, salvo por cuestiones técnicas. No se trata de compadecer a sus propietarios, que han optado por pararlas para no perder más dinero; el problema es que las nucleares son básicas para la estabilidad del sistema, por tener unos costes operativos mucho más estables que los de otras energías y porque, en condiciones normales, hacen tender los precios mayoristas a la baja, al concurrir a las subastas a precios que les garanticen ser elegidos, ya que no pueden permitirse los enormes costes de parar y arrancar a cada poco, como pueden hacer las centrales de gas. 

Si el horizonte al que vamos es que las renovables aporten más de la mitad de la energía y fijen los precios para todas los demás, es evidente que nadie va a invertir en centrales de otro tipo, lo que resulta un riesgo evidente mientras no se pueda acumular la energía que producen y guardarla para seguir abasteciendo la demanda cuando no hay viento, sol o agua embalsada.     

Con este horizonte, el auténtico problema de la energía a partir de ahora no va a ser el precio sino la continuidad del propio suministro, porque a todo esto se añade otro factor del que nadie habla: la demanda se está hundiendo. 

El PIB español crece a ritmos del 2% y tanto la llegada de los coches eléctricos como la electrificación de muchas tareas cotidianas deberían hacer crecer los consumos de kilovatios significativamente pero la realidad es que en último año la demanda ha bajado un 2,5%. Este comportamiento quizá no parezca muy trascendente en un mercado tremendamente agitado desde el comienzo de la guerra de Ucrania, pero la tendencia viene de lejos. Los 230.000 gigavatios consumidos el pasado año están al nivel de 2003, cuando España tenía dos millones menos de habitantes, están lejos de los 260.000 gigavatios del año 2010, el último antes del parón de la construcción. Desde entonces ha habido repuntes ocasionales pero la tendencia siempre ha sido a la baja, aunque los ingentes proyectos de nueva generación inviten a pensar lo contrario.

 Este mal escenario para las compañías eléctricas empeora con el desembarco de las petroleras, ya que cada vez son más a repartirse una tarta más pequeña.

Las proyecciones que hacían los expertos sobre las necesidades energéticas españolas no se van a cumplir, ni de largo, en lo que tiene que ver con la energía eléctrica facturada y habrá que analizar las razones. La primera puede ser la autoproducción, que ya se ha hecho con un 3% del mercado, seguida de una mayor eficiencia energética de los alumbrados y aparatos.

Otro factor coadyuvante es el comportamiento ciudadano, cuyo pánico a apretar el interruptor de la luz debería haberse relajado con la bajada de precios, pero no lo ha hecho porque llevamos el temor tatuado en las carteras y eso hace que nadie levante el pie en sus casas. Hacemos más con menos energía, tal como nos pedían las propias eléctricas, que ahora no saben como lidiar estos descensos.

No obstante, la mayor parte del gasto eléctrico nacional lo generan las industrias, que tienen un comportamiento mucho más racional que el consumidor individual y una información mucho más actualizada, por lo que las compañías eléctricas siguen buscando una explicación que justifique esta retracción del consumo, una evolución encomiable en términos ambientales pero que nadie esperaba. Como mucho, podíamos imaginar un cierto estancamiento pero este descenso sistemático no resultará fácil de digerir en un sector que se enfrenta a inversiones gigantescas para abordar el mayor cambio tecnológico en mucho tiempo.

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