El ‘escándalo’ fiscal
Uno de los errores políticos de nuestro país fue dejar la responsabilidad de casi toda la recaudación fiscal en manos del Estado cuando tenemos tantas administraciones y tan manirrotas. Era la forma de asegurarse que no habría autonomías renuentes a repartir lo que ingresaban para ser solidarias con el resto, como ocurre con las haciendas forales.
Si dejar que el dinero entre directamente en las cajas de las autonomías conllevaba la incertidumbre de si luego podría sacarse de ahí, mantener las bridas de la fiscalidad ocasiona otros tantos problemas o más. Las autonomías se convirtieron en máquinas de gastar, que políticamente resulta muy rentable, sin tener que mojarse en la desagradable tarea de recaudar, porque lo hacía el Estado, lo que les llevó a perder la perspectiva de que el dinero no es infinito. La mala cara la ponían otros y solo había que esperar al tiempo de cosecha para que Madrid enviase el montante correspondiente y exigir siempre más.
Como cualquier dinero que llega fácil, se gasta fácil. Cada vez se generaba más deuda, por lo que el Estado comprendió al cabo del tiempo que resultaba imprescindible implicar a las autonomías en esa responsabilidad recaudatoria. Pero lo hizo muy a medias, porque el contribuyente apenas es capaz de poner otra cara al malvado que la de la Agencia Tributaria, salvo en las épocas en que le llegan los recibos del IBI, en que se acuerda (para mal) de su ayuntamiento.
En estas circunstancias, son muy fáciles las truculencias. Desde la oposición se reclama insistentemente una deflactación del IRPF, lo cual es absolutamente necesario, porque con una inflación del 10%, asistimos a una subida encubierta de la fiscalidad, más sangrante que nunca, dado que no se corresponde con un incremento de renta; al contrario, pagamos más por una pérdida de valor de nuestros ingresos, una doble exacción que hace imposible llegar a final de mes para muchas familias.
El Gobierno nacional se hace el loco, porque esa recaudación extraordinaria le viene como anillo al dedo para encajar el aumento del gasto comprometido (ayudas de todo tipo, defensa, subida de los salarios públicos y de las pensiones…) y para reducir la deuda pública, que se disparó tras la pandemia y en ocho meses ha bajado del 127% del PIB al 116%. Aunque en cifras absolutas la cuantía siga aumentado, y muchos medios se fijen únicamente en esa circunstancia, el endeudamiento se mide en función de la capacidad de generación de riqueza que tiene ese país o esa familia, porque obviamente un billón y pico de euros de deuda es mucha deuda para la economía española pero sería ridículamente pequeña para la estadounidense.
A pesar de las críticas al Gobierno por no haber deflactado el IRPF ninguna autonomía ha devuelto a sus contribuyentes el de dinero que recibe
Que Sánchez aproveche la inflación para embridar la deuda es criticable, porque ese esfuerzo fiscal indirecto no discrimina entre ricos y pobres, pero igual de criticable es que las autonomías se beneficien de ello sin reconocerlo, a través de las transferencias que les hace el Estado por su participación en los ingresos nacionales.
Cantabria recibió el año pasado 3.160 euros por ciudadano (la mayor cuantía del país) y para el próximo ejercicio ya le han asignado 3.693, un 17% más, que obviamente no va a rechazar. Tampoco va a devolver ese jugoso incremento ninguna comunidad crítica, como Madrid (que recibe un 16% más); Castilla y León (un 25% más), Andalucía (un 18% más) o Galicia (un 17% más).
Es evidente que en la política actual triunfa el populismo y lo importante no es lo que se hace si no lo que se dice; un minuto de telediario lo es todo. Pero si de lo que de verdad estuviésemos hablando es de coherencia, lo que tendrían que haber hecho las autonomías gobernadas por partidos que se oponen a esta subida fiscal encubierta es devolver a los contribuyentes ese dinero extra que están recibiendo por el efecto fiscal de la inflación; de lo contrario, serán tan culpables o más, al beneficiarse en silencio de aquello que tanto escándalo les produce cuando hablan en público.
Si lo hiciesen así, no desaparecería todo el efecto causado por no haber deflactado las tarifas del impuesto o por no haber rebajado los tipos del IVA, porque una parte se la queda el Estado, pero al menos demostrarían coherencia entre lo que dicen y lo que hacen. ¿Pero alguien vota en España pensando en la coherencia de los políticos? Ahí, probablemente, esté el problema.
De lo que no cabe duda es de que las viejas enseñanzas bíblicas que aconsejaban arrancar el ojo que escandaliza sirven de poco en política. Basta con guiñarlo el tiempo suficiente para participar en el reparto del botín.