El estado de ánimo empeora las cosas
El ser humano funciona con inercias mentales, para no tener que repensar cada día todo aquello sobre lo que ya tiene una opinión. Eso facilita mucho la vida pero, en tiempos de crisis económica o social, provoca serios desajustes, y cuando las dos crisis se dan juntas, mucho más. La volatilidad de todo lo que ocurre en estos momentos nos lleva a tener ideas muy ajenas a la realidad. En una encuesta realizada entre empresarios cántabros en el año 95, cuando la región por fin estaba saliendo de la penúltima crisis (las demás lo habían hecho uno o dos años antes) el 89% opinaba que la situación de la economía regional era mala o muy mala. Cuando a continuación les pedían opinión por la situación de su propia empresa, el 67% aseguraba que era buena o muy buena. Como ambas cosas no pueden ser ciertas a la vez, resultaba evidente que todos trabajamos con información fidedigna de lo cercano y con apreciaciones muy genéricas y poco fiables sobre todo lo demás, dado que se basan en estados de opinión que han durado bastante tiempo y que permanecen después de que el problema haya quedado resuelto.
Esa misma divergencia, aunque no con unas diferencias tan abultadas, vuelve a darse ahora mismo entre lo que la gente opina sobre la situación de su propio negocio y la del conjunto. Como lo lógico es que cada uno conozca mejor lo suyo, el sumatorio de estas respuestas sobre lo propio indica que la economía está mejor de lo que opinamos individualmente. Eso no invita al optimismo, porque mientras no cambie el estado de opinión, hay muchas decisiones de compra o de inversión que no se toman. Por tanto, la economía crece menos de lo que podría crecer por el mero hecho de que el estado anímico no acompaña.
El hecho de que durante décadas la ciencia económica haya estado mucho más asociada a los modelos matemáticos que a los estudios del comportamiento humano nos ha llevado a todos a suponer que los hilos los mueven unos pocos: empresarios, políticos, a lo sumo los sindicatos… La realidad es mucho más compleja y con muchísimas más variables. Una de ellas es el estado de opinión, que desencadena mucha más economía de lo que aceptamos. Imaginemos que, con la expectativa de que el mercado de trabajo va a ir bien en el futuro y que no les va a faltar empleo, una pareja joven se decide por fin a adquirir una vivienda usada. Lo probable es que quien les vende esa casa, ahora se vea con liquidez suficiente para comprar otra mejor, de forma que esa operación inicial desencadena otra más. Y la cadena puede continuar aún más lejos, con un efecto multiplicador. Toda esos acontecimientos serían consecuencia de esa primera percepción optimista de los primeros adquirentes sobre su futuro inmediato.
La exacerbación de lo negativo se traslada a la economía real y los ciudadanos deprimidos no generan riqueza
Crear un optimismo ficticio sería absurdo, porque eso no conduce a ninguna parte, pero regodearse en el pesimismo tampoco y, en alguna medida, los medios de comunicación lo estamos haciendo, al dramatizar para atraer la atención de los lectores que, una vez inoculados con el convencimiento de que todo va mal, demandan nuevos argumentos cada día para confirmarlo. Efectivamente, muchas cosas van mal, pero también en Francia o en Gran Bretaña. En Israel, su presidente está encausado por tres delitos distintos y en EE UU ni se sabe qué pueden deparar todas las investigaciones a Trump, lo que no impide que la economía marche viento en popa.
Todos somos conscientes de que la Bolsa no siempre es la economía real, porque se mueve por impulsos y expectativas que quizá no se sustancien nunca, y aceptamos que tenga esa explosividad que lleva a magnificar cualquier acontecimiento coyuntural con importantes caídas. El problema es que esa misma exacerbación de lo negativo se ha trasladado a la economía real y, si no se consigue que el consumidor tenga ánimo para comprar, los únicos que tienen garantizado la continuidad de su empleo son quienes trabajan en el sector público. Los ciudadanos deprimidos no generan riqueza.