¿El fin de la abundancia? De momento, no (José Villaverde Castro)
Sustentada en un progreso tecnológico sin precedentes y en una supuesta conducta racional del ser humano, hay una parte del mundo, que incluye a Europa, que lleva muchos años viviendo en lo que, para entendernos, podría bautizar como la era de la abundancia. Cierto que, en otras partes del planeta, con bastante más población que la del Viejo Continente e incluso que todo Occidente, la abundancia ha brillado por su ausencia, lo que nos da a entender, utilizando uno de nuestros refranes más populares, que no todo el monte es orégano. Y, sin embargo, parece que aquí no nos hemos dado por enterados o, si lo hemos hecho, que no hemos reaccionado como debiéramos. ¿Estarán cambiando ahora las cosas, para nosotros, se entiende, y, por mor de las circunstancias, nos veremos obligados a cambiar de comportamientos?
Pese a la frase lapidaria del presidente francés, Emmanuel Macron, que proclamó no hace mucho el fin de la abundancia y, en consecuencia, la necesidad de cambios, la respuesta a la pregunta anterior es extremadamente difícil, sobre todo porque la propia pregunta es tan genérica y abierta que admite múltiples interpretaciones. A mi entender, la dificultad proviene, en esencia, del hecho de que en los tres últimos lustros hemos padecido tres crisis económicas de enormes proporciones
–una de ellas, la crisis financiera de 2008, provocada por nosotros mismos y acentuada por las malas políticas desarrolladas, y las otras dos, la de la pandemia y la guerra en Ucrania, sobrevenidas– y de que parece que hemos aprendido muy poco de ellas. Probablemente, la enseñanza más importante extraída de la primera crisis es que ser timoratos en materia de política económica, ser más papistas que el papa, no produce buenos réditos sino todo lo contrario. De ahí que
en la segunda crisis y en lo que llevamos de la tercera, las autoridades hayan decidido poner en marcha políticas económicas mucho más beligerantes, aun a costa de un incremento sustancial de la deuda pública.
Desde el punto de vista personal y social, sin embargo, me parece que pocas cosas han cambiado o, lo que es lo mismo, que hemos aprendido muy poco. El ejemplo más claro lo tenemos en que, con cualquiera de las tres crisis mencionadas, en cuanto la situación económica ha mejorado un poco y se ha abierto la mano, hemos vuelto a los mismos comportamientos consumistas que en el pasado; de hecho, es el consumo la magnitud que en los tres casos aludidos ha tirado de la economía, permitiéndonos así seguir, al menos transitoriamente, en la era de la abundancia.
¿Y a partir del otoño y, sobre todo, del invierno, qué? ¿Será ahora diferente? ¿Habrá llegado, como declaró Macron, el fin de la abundancia y nos enfrentaremos a un panorama, inédito, de hambre y frio? Sin llegar a dramatizar, porque no considero que la situación sea tan extrema, me temo que los meses y, quizás, años próximos van a ser bastante más complicados que los que hemos vivido desde 2008. Aunque el contexto en el que operan nuestras economías ha experimentado algunos cambios favorables en los últimos meses (el precio del petróleo se ha reducido algo y los problemas en las cadenas de suministro, aunque persistentes, se van mitigando), hay otros que han caminado en la dirección contraria. El más relevante de todos es, sin lugar a dudas, la guerra en Ucrania, cuyo final no se vislumbra por ningún lado y que provoca efectos económicos muy dañinos, en particular en dos ámbitos de enorme importancia para el ciudadano medio: la evolución de los precios de los bienes de primera necesidad y el suministro de gas.
La dinámica inflacionista en la que estamos inmersos, con tasas de crecimiento de precios en torno al 10% (véase el gráfico adjunto) está minando sobremanera la capacidad adquisitiva de muchas familias, aumentando así el riesgo de pobreza y, en consecuencia, dificultando sus posibilidades de acceder a una alimentación y dieta equilibradas. Hoy por hoy, me parece que la probabilidad de que Europa se vea afectada por una ola de hambre, siquiera mínima, es prácticamente nula, pero no me parece nada improbable que, de enquistarse y complicarse aún más la guerra en Ucrania, determinadas capas de la sociedad se vean con serias dificultades para satisfacer, de forma aceptable, sus necesidades alimenticias. Hambre no, pero reajustes alimentarios de entidad, seguro.
En lo que se refiere al suministro de gas, a su precio, al de la energía en general, y, por lo tanto, a las posibilidades de pasar, literalmente, frío (aunque el otoño y el invierno políticos se adivinan calientes), la situación no pinta mucho mejor que en materia de alimentación. De hecho, y ante el temor de que Rusia pueda cortar totalmente el suministro de gas a algunos países, la UE ha adoptado ya una resolución tendente al ahorro energético; de acuerdo con ella, el consumo de energía este invierno tendrá que reducirse, como norma, en un 15%, aunque, merced a la denominada excepción ibérica, en los casos de España y Portugal la cifra sólo alcanzará el 7,5%. Además, ante la entidad que está adquiriendo la crisis energética, la UE se está planteando también activar medidas de emergencia encaminadas, entre otras cosas, a modificar el mecanismo de formación de precios. Sea como fuere, y tal y como señalaba no hace mucho en otro lugar, “como, tanto directa como indirectamente, el gas es vital para el desarrollo de muchas actividades agrícolas, industriales y de servicios, pero también para calentar nuestros hogares, oficinas y centros de trabajo, no me cabe ninguna duda de que una parte importante de la población europea va a sufrir, quizás como nunca en el pasado reciente, los rigores del frío invierno”.
¿Existe alguna forma de enfrentar, con posibilidades de éxito, un contexto de precios y energía tan adverso? Aunque a corto plazo no es mucho lo que se puede hacer, pese a lo cual la mayoría de los gobiernos han tomado medidas al respecto, me parece que a medio y largo plazo la solución está en nuestras manos: por un lado, ahorrando en el consumo y diversificando todo lo posible las fuentes de suministro energético y alimenticio y, por otro y sin llegar al extremo de caer en la autarquía, reduciendo, de forma sistemática y sustancial, nuestra dependencia en los dos frentes mencionados. En materia energética, amén de acelerar el proceso de transición y mejorar la eficiencia, habría que examinar si algunas opciones parcial o totalmente descartadas, como la nuclear, constituyen una alternativa viable o no, y, en materia alimenticia, habría que reforzar y reestructurar la PAC para garantizar la seguridad alimentaria y, de paso, ayudar a evitar la despoblación rural.
En definitiva, aunque transitoriamente estemos viviendo una época muy difícil, creo que, si obramos con sensatez y aprendemos las lecciones de la historia reciente, eso del “fin de la abundancia” no pasará de ser más que una frase grandilocuente tendente a concienciarnos de que, hoy como siempre, si tomamos el toro (de la escasez de suministros energéticos y alimentarios) por los cuernos y actuamos consecuentemente, el futuro está en nuestras manos. Eso sí, al menos de momento, pintan bastos.
José Villaverde Castro es catedrático de Fundamentos del Análisis Económico de la Universidad de Cantabria