El suflé de la política crispada

De las doce noticias o comentarios que un conocido periódico digital publicaba no hace mucho como principales del día, once estaban referidas a Pedro Sánchez, y no para alabarle. La decimotercera era el editorial, que se titulaba algo así como ‘¡Ya está bien de que Sánchez se crea el ombligo del mundo!’ Que nadie suponga que es una incongruencia inadvertida. Los medios hemos convertido al personaje en el centro del universo nacional, venga a cuento o no, porque el negocio ya no es vender noticias sino transformarlas en una mercancía. Lo descubrió hace muchos años José María García en el mundo del fútbol y aquellas licencias, que permitían inflar un globo informativo con la sencilla fórmula de acercar el micro a un entrenador y calentarle con insinuaciones de todo tipo para saber qué opina de fulanito y, al día siguiente, ir a fulanito para preguntarle: “¿qué le parece lo que ha dicho de usted menganito?” hasta crear una jugosa espiral interminable. En realidad, ya tuvo precedentes en el mundo del toreo, tratando de enfrentar a dos ídolos como Joselito y Belmonte, porque el morbo de una competencia polémica añade muchos alicientes a la noticia. O en el del ciclismo, cuando las huestes de posguerra defendían a Loroño o a Bahamontes como si les fuese la vida en ello, y ambos colaboraban con entusiasmo.

La campaña permanente da muestras claras de agotamiento. Hay más doctrina de la que podemos digerir

Nunca fue el país tan dependiente del debate político como ahora, cuando todo lo que sucede, ocurra donde ocurra, parece tener que ver con la política. Empezó en 2003, con la llegada de Zapatero al poder, discutida por el PP; se aceleró cuando a partir del 15M surgieron formaciones como Podemos o Ciudadanos que rompieron el esquema bipartidista, y se han enconado con la crisis de 2017 en Cataluña y los gobiernos de coalición. Ninguna legislatura dura ya cuatro años y basta cualquier excusa para adelantar las elecciones y coger al rival sin preparar. Así ha ocurrido en el Gobierno central, la comunidad de Madrid, Castilla y León, el País Vasco, Cataluña… Todo ello obliga a que vivamos una campaña permanente, que extenúa a todos, a quienes las protagonizan y a quienes sufrimos dosis de doctrina muy superiores a las que podemos digerir.

Los políticos que alimentan este estado permanente de crispación para agradar a sus huestes, que cada vez piden más sangre, no son conscientes de que el exceso es peor que el defecto. Después de 20 años de doctrina kirstnerista/peronista, los argentinos, hartos, han votado al primer disparatado que encontraron, solo por el hecho de meter la motosierra a todo lo anterior. Así que muchos de los que votaban hasta ahora que el estado es dios (el peronismo) han pasado a votar que es el mercado el que es dios (el ultraliberalismo), y no por convencimiento. Lo mismo hubiesen hecho el camino inverso si el poder hubiese estado en otras manos. El problema es que siguen sin salir del populismo.

El desgaste de la política doctrinaria es evidente también en España, y varias comunidades que ahora gobierna el PP en la periferia, entre ellas la de Cantabria, han observado que resulta más práctico bajar el diapasón y no solo porque permite gobernar más tranquilos, también arrastra votos del centro hartos del griterío. Estas retiradas a los medios han dejado las jaurías casi exclusivamente para Madrid, donde los partidos no bajan el punto, aunque sea para dramatizar lo que ocurre en regiones, donde, curiosamente, sus habitantes ven las cosas que les afectan de forma muy distinta. Basta comprobar que en los debates electorales del País Vasco o de Cataluña, ni siquera el PP ha sacado a colación las cuestiones que en Madrid consideran vitales para la convivencia en esas comunidades, como la amnistía o la lengua, para centrase en la inmigración o en la eficacia de la gestión actual.

En la sociedad racionalista del siglo XXI se da por hecho que todos los problemas tienen solución, pero todos somos conscientes de que hay algunos que solo resolverá el tiempo y otros que no se resolverán nunca. En una sociedad partida al 50%, como puede ocurrir en el País Vasco y Cataluña, es mejor no exacerbar las posiciones de cada uno porque esa estrategia, en lugar de contribuir a diluir el problema, solo aumenta la polarización. El souflé del nacionalismo baja más cuanto menos se manosea, y los datos del País Vasco lo indican con toda claridad. En una sociedad en la que llegó a haber más del 50% de partidarios de la independencia, apenas queda un 14% que siga manteniendo esa posición. Ni siquiera es la de muchos de los votantes que acaba de tener Bildu. Y en Cataluña el independentismo también cotiza a la baja y lo hará mucho más si no es capaz de formar gobierno en las inminentes elecciones.

Insistir sobre el problema puede ser políticamente rentable fuera de esas comunidades pero allí no, y no contribuye a resolverlo. Los datos están ahí. Esperemos que tras superar las europeas podamos poner fin a un año disparatado de elección tras elección. Pero en la España de hoy no puede darse nada por seguro, porque los resultados de Cataluña pueden deparar un escenario tan complejo que obligue a repetirlas o que dinamite el bloque de apoyo a Sánchez y provoque un anticipo de las nacionales, apenas un año después de haberse celebrado las últimas. Con esta perspectiva, es probable que nos espere un verano con más récords de temperatura política que climatológica.

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