Gris oscuro, casi negro
El 2020 va a ser peor que 2019 pero hoy por hoy, no hay plan B sobre cómo hacer las cosas
En los 80 años de vida que nos concede la estadística a quienes habitamos en esta tierra hay la posibilidad de vivir las mismas circunstancias varias veces. En 2008 llegó la crisis pero se daban dos posturas radicalmente contrarias, la del Gobierno de Zapatero, tratando de minimizarla asegurando que teníamos uno de los sistemas bancarios más sólidos del mundo, y la de la oposición, que anunciaba el precipicio por el que finalmente nos despeñamos. En 2020 volvemos a ver esos dos frentes, el de quienes gobiernan y tratan de mantener el ánimo contra viento y marea, y el de quienes anuncian un porvenir catastrófico de la región, como para que dibujó en el Parlamento el expresidente de la CEOE y hoy diputado del PP Lorenzo Vidal de la Peña, que llevó a algún rival a calificar su discurso como el Apocalipsis según San Lorenzo.
Quizá estemos en el inicio de otra recesión y quizá cada uno esté representando su papel, lo que nunca es fácil es decidir qué es más oportuno, si mantener el ánimo endulzando la realidad o poner en guardia a la población, aún a sabiendas de que no hay muchas estrategias de defensa, porque el margen de maniobra de los ciudadanos es muy pequeño y el de los empresarios tampoco es mucho más grande.
Unos y otros solo pueden reaccionar a la defensiva; reduciendo el consumo o las inversiones, para sobrellevar lo mejor posible lo que pueda venir. El problema es que esas conductas reforzarían la crisis en lugar de ayudar a soslayarla.
Como la historia se escribe después de que los acontecimientos ocurran, resulta tentador encontrar el encadenamiento lógico entre la decisión que se tomó y los resultados, pero ni es posible saber qué hubiese ocurrido si se toman otras decisiones ni se suele valorar el margen de maniobra de quien las tomó. Tampoco se hurga lo bastante para saber si quienes estaban tan seguros de lo que iba a pasar (en este caso, una gran crisis) se libraron de ella por no creer al Gobierno o acabaron como todos los demás, que es lo más probable.
Todo esto viene a cuenta del malestar que ha causado entre muchos empresarios la catarata de noticias sobre ERTEs y cierres en pleno mes de diciembre, convencidos de que ese alud dramático iba a retraer a su clientela precisamente en el mes del año en que esperaban dar un poco de lustre a su precario balance. Tardaremos en saber si los cántabros se quedaron más en casa o compraron más pero es evidente que el estado de ánimo es vital para la economía. También es evidente que un país que es capaz de hacer cuatro puentes largos en un solo mes (el de la Inmaculada, el de Navidad, el de Año Nuevo y el de Reyes) no está tan mal como se le supone.
Quién recuerda ya que el primer anuncio que realizó Rajoy al llegar a la Moncloa fue que iba a acabar con los puentes. Ni lo hizo, ni lo hará nadie, porque es la válvula de escape del país y probablemente aportan más a la economía de lo que merman, dado que en muchos sectores se negocia la jornada anual y no los días de trabajo, y España tiene una de las mayores industrias del ocio del mundo.
Si es difícil saber si se gana o se pierde cuanto más se festeja, lo es mucho más decidir sobre cómo hay que afrontar el futuro inmediato, si desde la confianza o desde la alarma. Es innegable que 2020 va a ser un año más flojo que los anteriores pero no conviene dejarse paralizar por los temores porque, hoy por hoy, nadie ha planteado un plan B de como hacer las cosas. Si el plan que enarbola la CEOE cántabra llega a materializarse algún día, sus resultados podrían llegar a ser útiles para la próxima crisis, no para esta, porque los cambios estructurales en la economía no se producen de hoy para mañana. Y la receta a corto plazo del Gobierno, con subvenciones para las industrias con problemas o para que los concesionarios de coches vendan un poco más, solo son unas tiritas.