La competitividad de las regiones españolas
José Villaverde Castro
Tal y como sucede con algunos conceptos económicos, el de competitividad es difícil de definir y, por lo tanto, difícil de cuantificar. Para ser más preciso, esto sucede mucho más cuando nos referimos a la competitividad de un territorio que cuando lo hacemos a la de una empresa u organización. En cualquier caso, y de forma un tanto simplista, se podría decir que la competitividad territorial hace referencia a la capacidad de un territorio concreto para competir con otros (esto es, poder colocar sus bienes y servicios en otros territorios sin grandes problemas) al tiempo que eleva el nivel de vida y bienestar de sus ciudadanos.
Siendo un concepto con muchas vertientes, un concepto auténticamente multidimensional, no es extraño que no haya ningún indicador que lo refleje con exactitud y de forma completa. Por ello, en la inmensa mayoría de los estudios sobre la cuestión se opta por hacer uso de alternativas sencillas, alternativas que suelen adoptar la forma de algún tipo de indicador sintético, esto es, un indicador que, de una manera u otra, viene a ser la media ponderada de otros muchos indicadores. Este es el enfoque aplicado, por ejemplo, por el “Informe sobre la competitividad regional en España 2022”, que ha sido publicado no hace mucho por el Colegio de Economistas de nuestro país.
En concreto, el Índice de Competitividad Regional (ICREG) calculado en el mencionado informe es el resultado de la agregación de numerosas variables económicas, convenientemente normalizadas, que se sintetizan en siete ejes o indicadores parciales: el primero de ellos hace referencia al entorno económico, el segundo al funcionamiento del mercado de trabajo, el tercero presta atención al capital humano, el cuarto al entorno institucional y social, el quinto a las infraestructuras básicas, el sexto al tejido y eficiencia empresarial, y el séptimo, y último, a la innovación tecnológica.
El agregado ponderado de los índices correspondientes a cada uno de estos siete ejes es, en consecuencia, el ICREG, que proporciona el siguiente resultado para 2021 (véase el Gráfico 1): tres comunidades, entre las que destaca Madrid, disfrutan de un nivel competitivo relativo alto; una, Cataluña, tiene un nivel medio-alto; seis, entre las que se encuentra Cantabria, operan con un nivel relativo medio-bajo; y el resto de comunidades, con Extremadura como la peor situada, se bandean como pueden con un nivel competitivo relativo bajo.
En términos evolutivos, la competitividad estructural aumentó un 4,4% a nivel nacional durante 2021, el cuarto registro más alto de la serie disponible (2008-2021), circunstancia que ha permitido recuperar los valores previos a la pandemia. Por ejes, sin embargo, el comportamiento experimentado fue bastante desigual, pues, mientras que el primero (entorno económico) y el cuarto (instituciones) evolucionaron de manera muy desfavorable, el tercero (capital humano) y el sexto (eficiencia empresarial) anotaron una mejoría bastante más intensa y, además, generalizada. Desde una perspectiva regional, Extremadura fue la comunidad que experimentó el crecimiento más sólido de su competitividad, mientras que, en el extremo opuesto, cabe subrayar que en La Rioja no se registró cambio apreciable alguno; el resto de comunidades autónomas anotaron crecimientos de su ICREG entre moderados y leves, situándose Cantabria, por fortuna, entre las primeras.
Centrando la atención en el caso cántabro, lo primero que cabe señalar es que, con un nivel de desarrollo (PIB per cápita y productividad) inferior a la media nacional, y evolucionando menos favorablemente que esta media a lo largo del año 2021 (y precedentes), no debe sorprender que, pese a ser la octava comunidad autónoma más competitiva, su nivel de competitividad relativo sea calificado como medio-bajo (véase el Gráfico 2). Naturalmente, este resultado se deriva del hecho de que sólo en uno de los siete ejes que conforman nuestro ICREG, el relativo al mercado de trabajo, disfrutamos de un nivel de competitividad relativo alto. En otros dos ejes, los relacionados con el capital humano y el entorno institucional, nos mantenemos en un discreto nivel medio alto, mientras que en tres de los cuatro ejes restantes (entorno económico, infraestructuras básicas, e innovación) sólo alcanzamos un nivel medio bajo, y en el cuarto (eficiencia empresarial) obtenemos la peor calificación posible, al anotar un nivel relativo de competitividad bajo. Aun así, cabe señalar que la región experimentó una cierta mejoría competitiva relativa en comparación con la de 2020, ya que en el año examinado sólo se deterioró la competitividad en lo que atañe al eje del entorno económico; en el resto de ejes, la evolución fue positiva, bien que en distintos grados: en el del mercado de trabajo de forma intensa, en el del entorno institucional de forma leve, y en todos los demás de forma moderada.
Sea como fuere, los resultados comentados dejan poco margen para la autocomplacencia, máxime si tenemos en cuenta que somos menos competitivos que la media nacional y que esta, a su vez, lo es menos que la europea. Así lo evidencian, de hecho, los registros correspondientes al PIB per cápita y la productividad; mientras que en el caso español ambas magnitudes alcanzan el 83,8 y 89%, respectivamente, de la media europea, las cifras se quedan en el 77,8 y 82,4% en el caso de Cantabria.
A tenor de todo lo expuesto, el corolario es bastante obvio: si queremos recortar distancias, tanto con la media nacional como con la comunitaria, no queda más remedio que mejorar nuestros registros de competitividad en todos los ejes y, especialmente, en todo lo que concierne al cuarto, el tejido y eficiencia empresarial. Sólo mejorando estos aspectos de forma clara y decidida estaremos en situación de hacerlo con nuestra competitividad. ¿Serán nuestras empresas y empresarios capaces de hacerlo? Por el bien de todos, esperemos que sí. La pelota, en todo caso, está en su tejado.
José Villaverde Castro
Catedrático de Fundamentos del Análisis Económico.
Universidad de Cantabria