La desaparición del dinero será la auténtica revolución fiscal
En lo que va de año, la recaudación de la Agencia Tributaria crece a un ritmo del 17%. Este dato puede ser alarmante para quienes creen que estamos alcanzando un nivel confiscatorio o reconfortante para quien ponga más énfasis en cómo abordar el enorme problema de la deuda pública o financiar las pensiones, una vez demostrado que las cuotas sociales, por altas que sean, resultan insuficientes.
En cualquier caso, no es razonable quedarse en ese nivel superficial y suponer que ese enorme flujo de dinero añadido es consecuencia, únicamente, de la inflación. Dado que no hay nuevos impuestos ni se han recrecido los tipos es evidente que ese espectacular aumento de los ingresos solo puede deberse a tres causas: el aumento del empleo, que todos nosotros estamos consumiendo mucho más (lo que no es cierto) o que la subida de los precios dispare la recaudación del IVA y en el IRPF estemos pagando lo mismo por un nivel adquisitivo bastante inferior, lo que en la práctica supone pagar más por lo mismo.
Pero incluso así, no podriamos justificar toda esa subida. Hay otros ingredientes que pasan desapercibidos, porque nos cuesta reparar en todo aquello que ocurre en pequeñas dosis continuadas, como una rana metida en un puchero de agua que se calienta poco a poco acaba cociéndose sin ser consciente de ello, en lugar de saltar mientras podía.
La progresiva desapareción de los pagos en metálico está regularizando la economía sumergida
Uno de esos motivos ocultos de que crezca la recaudación es la sustitución del dinero físico por dinero electrónico. Muchos de nuestros hijos ya no llevan un triste billete de cinco euros en la cartera. Lo pagan todo con el teléfono y esa cultura difícilmente va a cambiar cuando se hagan mayores. A su vez, muchas compras de prendas, electrónica, alimentación y viajes/hoteles han pasado al canal de internet, donde todo queda documentado no solo entre comprador y vendedor, sino también en las plataformas de pago y es muy difícil o muy arriesgado no declararlo. Por tanto, los puntos de fuga hacia esa economía en B cada vez son menores, por mucho que se sigan señalando con el dedo algunos sectores que, evidentemente, siguen siendo un reducto del dinero negro. Pero incluso en los más refractarios (reformas de viviendas, alquiler de pisos…) empiezan a caer en el redilpor el simple hecho de que en muchos casos alguna de las partes pretende acogerse a subvenciones públicas y para eso necesita facturas.
Se habla una y otra vez –siempre sin un soporte de datos fiables– que en España hay un 20% o más del PIB real que no se contabiliza, porque es economía negra. Lo probable es que ese porcentaje haya bajado sensiblemente después de la crisis de 2008, que colapsó el mercado inmobiliario, y del boom de la venta electrónica, aunque no parece que nadie ponga un especial empeño en averiguarlo para actualizar esas estimaciones, hechas siempre grosso modo. Pero el auténtico salto está en el rápido desplazamiento entre las nuevas generaciones del dinero físico, que es imprescindible para el pago en B, y en el mayor control sobre pagos e ingresos bancarios en metálico. Nada impide, por supuesto, meter el dinero en el colchón pero es poco rentable con una inflación del 10%.
La prueba fehaciente de que Hacienda cada vez tiene más controlado estas transacciones en negro está en la caída en vertical de los billetes de 500 euros. Hace década y media, las casas de moneda de cada país no daban abasto para fabricarlos. A día de hoy, se han reducido sensiblemente los que están en circulación (en realidad, circular no han circulado nunca) y han dejado de emitirse sin causar trastorno alguno, por lo cual su masa monetaria se ha desinflado como un suflé.
Hacienda está ganando esta guerra contra el dinero negro que, como el agua en el que se cocía la rana, pasa desapercibida. Y es evidente que ir metiendo progresivamente en el circuito legal ese 20% o más de economía sumergida que tenía el país supondrá un incremento añadido de la recaudación durante años. Como también lo va a suponer el introducir en el circuito los salarios de 600.000 empleados de hogar, con el incentivo de que tendrán derecho a paro.
Lo cierto es que esta regularización de la economía informal es un avance para todos, salvo para quienes no pueden seguir utilizando estas rendijas del sistema, claro.
La electrónica ha acabado por ser la gran aliada de Hacienda pero, como ocurre con la inflación, esos ingresos no deben ser un incentivo permanente para el recrecimiento de las administraciones públicas, que es para lo que se emplea. Podrá emplearse, en momento puntuales, para redistribución de renta, pero no en tener más funcionarios y, desde luego, fuera de estas circunstancias excepciones, debe ser repartido, reduciendo las cargas fiscales del conjunto, o dedicado a la amortización de una gigantesca deuda pública que no podremos pagar si se siguen disparando los tipos de interés. Si uno de cada cinco euros se escapaba del fisco y pasa a ser controlado es para que se alivie el esfuerzo fiscal de quienes generaban los otros cuatro.
Sorprende que, en mitad de tantas guerras fiscales de postureo entre partidos y comunidades, nadie preste mucha atención a esta otra realidad, quizá porque los del dinero negro también votan y una cosa es ir sitiándoles poco a poco y otra decirlo públicamente. En Europa es muy difícil hacer a estas alturas grandes reformas fiscales (ya hemos visto la marcha atrás de Gran Bretaña) pero sí es posible conseguir grandes mejoras con la electrónica y con el cambio de costumbres de las nuevas generaciones, que permiten augurarle muy pocos años más de vida al dinero físico. Esta sí que es la auténtica revolución fiscal.