La factura del vino y las rosas
El alemán Werner Sombart aseguraba que sin la aparición de la artesanía de lujo nunca hubiese nacido el capitalismo. Aquello que él situaba en la corte versallesca desató una máquina de consumo que ya nadie ha conseguido parar desde entonces, porque los artesanos de prestigio acabaron por convertirse en una burguesía que, a su vez, trataba de emular a los nobles y así se creó una demanda sobre bienes no necesariamente básicos, y una industria para satisfacerla que amplió progresivamente las capas sociales consumidoras, hasta que a finales del siglo XX en Europa ya prácticamente nadie se sentía de clase baja. Los trabajadores con un piso propio y con vacaciones de verano en una segunda residencia dejaron de verse como la clase proletaria (no hay más que ver la evolución del voto en lo que se conocía como ‘el cinturón rojo’ de Madrid), sobre todo cuando apareció otra clase por debajo, los emigrantes, que venía a reforzar su ascenso social.
Entre 1995 y 2007 el dinero cambió la sociología de España más que la política. Y nadie puso muchos reparos a la forma en que se estaba engrasando esa máquina de bienestar. Ni el Banco de España, ni los bancos ni los gobiernos. Nadie quería el papel de aguafiestas, ni siquiera los jueces, que tuvieron la oportunidad de reencaminar el proceso al pillar a los partidos en varios renuncios. Todo el mundo era consciente de que se financiaban irregularmente, porque en las conversaciones del Caso Naseiro se relataba una financiación ilegal del PP de nada menos que mil millones de pesetas de la época. Pero los jueces iban a setas y no a rolex, y las conductas delictivas que aparecieron en las grabaciones se borraron porque no era el objeto de sus investigaciones. Al final, el pato lo pagó el juez que levantó la liebre, y los periódicos conservadores convirtieron el Caso Naseiro en el Caso Manglano, exactamente lo mismo que le pasó a Garzón años después cuando destapó la trama Gurtell.
Si en algún lugar del mundo se ataban los perros con longaniza ese era la Comunidad Valenciana, donde los campos de naranjos se convertían en campos de edificios para mayor gloria de los propietarios y de los recalificadores. Quien tenía más suerte, incluso hacía un parque de atracciones. El dinero corría a raudales porque habían coincidido las enormes sumas que deparaba el Objetivo 1 de la Comunidad Europea con la fiebre inmobiliaria y con los 20.000 millones de ese gigantesco agujero negro que estaban excavando las dos principales cajas de la zona.
Esa maquinaria necesitaba de la política, y la política cedió muy pronto, porque es muy difícil resistirse al dinero en tan ingentes cantidades, como ocurrió en Castro Urdiales, sobre todo cuando esa riqueza puede generarse simplemente con una recalificación de suelo, algo que a la mayor parte de la población no le da ni frío ni calor, porque no es tan grosero como meter la mano en el cajón, lo que todo el mundo entiende perfectamente,
Desgraciadamente, se vivía mejor en los tiempos de la corrupción pero la factura se paga ahora
Conocí bien aquella Valencia que nos hacía sentirnos paletos a todos los demás. El lugar donde se podían hacer al mismo tiempo la Copa América, la Fórmula 1 y, de haber existido la posibilidad, los Juegos Olímpicos, todo a costa del dinero público, por supuesto. Los vecinos estaban convencidos de que la feracidad del suelo, el sol y el PP obraban aquellos prodigios y de que por fin se hacía justicia a la mejor tierra del mundo, frente a los secarrales de Madrid, que llevaban siglos aprovechándose de la huerta levantina, y a la envidia de los catalanes. Un sentimiento de revancha histórica que prendió incluso en el valencianismo más conservador.
Pero no era el suelo ni la laboriosidad local (absolutamente cierta) lo que estaba poniendo la Comunidad en órbita sino un modelo económico que vivía por encima de sus posibilidades y que era alimentado desde la política local, a base de recalificaciones y créditos temerarios que hacían auténticas plantaciones de edificios donde antes salían tomates o naranjas.
Todos vivíamos por encima de nuestras posibilidades pero en ningún lugar se llegó al paroxismo de la Comunidad Valenciana o de la madrileña, y la cosecha ha venido tardía. Diez años después, han pasado por la cárcel un expresidente valenciano (Zaplana), otro madrileño (González) y otro balear (Matas), todos ellos del PP, además de la presidenta del Parlamento balear y del partido Unión Mallorquina, un vicepresidente de la comunidad de Madrid (Granados), varios consejeros de estos gobiernos o el presidente de la diputación de Castellón y el que fuera presidente de Bankia. Están imputados otro expresidente de la Comunidad de Madrid (Gallardón), los expresidentes de Bancaja y la CAM… Tampoco se salvan en otras autonomías ni otros partidos, con dos expresidentes andaluces en el banquillo, Chaves y Griñán.
Duele constatar que en aquellos años en que campaba la corrupción eran días de vino y de rosas para casi todo el mundo, lo que demuestra lo difícil que es juzgar el tiempo en que vivimos. Las consecuencias de los latrocinios y los despilfarros tardan en verse, y la justicia llegó más tarde aún, unos diez años después. Mientras tanto, esos políticos pudieron seguir ganando elecciones y utilizando el dinero público para crearse una aureola de magníficos gestores. No faltaban medios de comunicación que les jaleasen, porque el dinero malgastado llegó también a muchos de los que ahora se escandalizan de lo que ocurría. En el fondo, todos éramos conscientes de que, sin haber aparecido petróleo y sin hacer trampas, era muy improbable que progresásemos tanto en tan poco tiempo. Y en algunos lugares, gobernaban auténticos tahúres, como están empezando a dejar sentado las sentencias judiciales. Eso sí, demasiado tarde.