La vivienda, clave de casi todo

En 2011, el 70% de los españoles con menos de 35 años tenía una vivienda en propiedad. En 2022 solo la tenían el 31%. Se trata de un cambio mucho más trascendental que todas las polémicas que llenan cada día los periódicos. Revela que, por primera vez en España, las nuevas generaciones optan mayoritariamente por el arrendamiento porque no pueden acceder a la compra o porque han decidido vivir al día. No hay que olvidar que la vivienda es y ha sido el auténtico fondo de pensiones de los españoles. Ninguna familia hubiese ahorrado lo mismo sin la imperiosa necesidad de tener que pagar todos los meses una hipoteca. Todos los estudios indican que la hipoteca es lo último que se deja de pagar, mientras que siempre encontraríamos una escusa para no apartar cada mes ese equivalente y depositarlo en el banco. Incluso en el caso de que conseguirlo, con un esfuerzo heroico de voluntad, el valor de esos depósitos a la fecha de jubilación sería bastante inferior al de una casa, que se habrá revalorizado lo mismo que el IPC, al menos.

Pocos asuntos hay más polémicos en la política española que las leyes de vivienda, y hay motivos sobrados, porque determinan un modelo de vida. Lo curioso es que en ese modelo hay extrañas coincidencias, como el proteccionismo del régimen franquista –con el impulso de las viviendas protegidas o las leyes que hacían casi imposible dejar en la calle a un inquilino o subir los alquileres– y la izquierda actual. Curiosamente, los herederos sociológicos del franquismo militan en el bando contrario, el de quienes quieren absoluta libertad para construir o para alquilar.

El resultado es una incapacidad para llegar a un acuerdo de Estado que permita resolver el principal problema que tienen en este momento los españoles, que no es el Procés, ni Sánchez, ni los Presupuestos; es tener un lugar digno donde vivir, que no les quite cada mes más de medio sueldo. Esa circunstancia hace que muchos jóvenes solo puedan realizar estrategias vitales a corto plazo: pisos compartidos en los que no permanecerán mucho tiempo, trabajos de los que desde el primer día están pensando en marcharse o relaciones sin compromiso. 

Los jóvenes solo retornan a Cantabria si hay posibilidades laborales y viviendas más baratas que allí donde están

Poder disponer o no de una vivienda condiciona decisiones como la de casarse o tener hijos. Si la vivienda es en propiedad y se accede a ella a través de una hipoteca, implica también un reforzamiento de los vínculos laborales, porque pagar cada mes exige una cierta estabilidad en el trabajo.

Ese encadenamiento ha sido durante muchas décadas un elemento de integración y de estabilidad política, hasta que en los últimos años se ha reinterpretado como una esclavitud. El problema es que, con hipoteca o con un alquiler, se es igual de esclavo, porque hay que pagar un lugar donde vivir y lo que realmente crea esta dependencia no es el modelo de acceso a la vivienda sino la cuantía económica que comporta. Con alquileres y precios de venta que apenas dejan margen para otros gastos, el sistema está llegando al colapso.

El modelo especulativo de la vivienda hace que todo el resto del sistema deje de funcionar. Las generaciones que debían darle un nuevo empujón se ven forzadas a renunciar a la inversión a largo plazo y derivan toda su capacidad de consumo al día a día, al ocio y al turismo. Ese cambio tan estratégico hace que el mercado inmobiliario de nuevas construcciones no acabe de despegar y que se dispare el precio del parque ya construido, sobre todo en las ciudades turísticas, donde buena parte de los pisos que se dedicaban al alquiler se han derivado al turismo, que deja mucho más dinero. Como consecuencia de todo ello, los jóvenes se encuentran con mucha menos oferta tanto de vivienda nueva como de alquiler, y han de pagarla mucho más cara.

No es fácil poner solución a un problema como este, sabiendo que desde que se inicia la promoción de un edificio hasta que está concluido y listo para ocupar pasan no menos de seis años, pero debería alcanzarse un cierto consenso para abordarlo. Y no va a ser fácil mientras que algunos partidos sigan convencidos de que es un asunto que solo compete a las dos partes (comprador y vendedor, o arrendador y arrendatario) y que el mercado lo resolverá. Lo que ocurre con la vivienda no solo afecta a quien la tiene y a quien la desea sino a todo el resto de la economía, porque determina hasta la distribución de los recursos humanos. Los trabajadores están huyendo de aquellos lugares donde es imposible encontrar una vivienda a un precio razonable; y sin operarios se detiene la hostelería, la construcción, la agricultura… ¿Alguien puede defender que esto se arreglará solo, antes o después? Y, aún en ese caso, ¿qué ocurrirá mientras tanto?

Tras la pandemia están volviendo a Cantabria algunos de los recién licenciados que se fueron a trabajar fuera, lo cual es muy importante para la región. Ese retorno de talento ocurre, simplemente, porque la economía regional está ofreciéndoles oportunidades de trabajo, y aunque los salarios sean inferiores a los que tenían fuera, las viviendas son más baratas y les resulta más fácil vivir. Pero el stock de vivienda que se formó tras la gran crisis inmobiliaria se ha agotado, y si no se construye más, ese flujo de vuelta se va a interrumpir. Por tanto, la mejor política de empleo y de desarrollo económico no es hacer polígonos, es construir viviendas dignas y accesibles. Es lo que ocurrió en Madrid y Barcelona tras la gran migración del campo de los años 50, 60 y 70 y la fórmula sigue siendo igual de válida.

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