La vuelta al bipartidismo
Por Alberto Ibáñez
A los que acamparon el 15M en la Puerta del Sol y luego llevaron con sus votos a Podemos a las puertas del cielo, solo les unía una cosa, la indignación. Era cuestión de tiempo, por tanto, que cada uno acabase por su lado o en el extrarradio político, como han demostrado las elecciones gallegas y vascas, donde UP y sus mareas han pasado de ser segunda fuerza política a la insignificancia. Nacían con un discurso casi religioso, que pretendía acabar al mismo tiempo con la corrupción, la monarquía, la financiación de la Iglesia, arreglar el conflicto catalán, que los ricos pagasen más, que los pobres viviesen mejor… Todo era factible desplazando a las castas que gobernaban el país y para demostrarlo, el partido que surgió de aquella amalgama se llamó Podemos, copiando sin complejos el yes, we can de Obama, aunque fuese otro representante más de la casta.
Los seis millones de votos que llegó a sumar de la noche a la mañana era algo que no se había visto nunca en la política española, y menos en un espacio en el que teóricamente no había más de dos millones de votantes (los de Izquierda Unida) o cuatro si algún suceso extraordinario empujaba a las urnas a otros dos millones que, cabreados con todo y con todos, se suelen quedar en casa o votan en blanco.
Cabía esperar que antes o después las aguas volverían a su cauce, por una ley física que indica que en la naturaleza todo tiende a recuperar su forma habitual, porque la excitación consume demasiada energía. Era cuestión de tiempo que se bajase el suflé y era cuestión de historia suponer que se desinflaría desde adentro. El ADN hipercrítico de esta izquierda hace que resulte más probable la implosión por desavenencias internas que la derrota por fuerzas ajenas. En realidad, es la hostilidad exterior la que lo alimenta, y por eso, aguantará en el ámbito nacional mientras la derecha le ponga en su diana y, en cambio, desaparecerá en ayuntamientos y comunidades autónomas, en los que pasa desapercibido porque la polémica ideológica es mucho menor.
Sus votantes necesitan la confrontación, como la necesitan los de Vox y la parte más conservadora del PP, para no desmovilizarse. Por eso, desde ambos campos se instigan polémicas que alimentan la moral de las huestes propias y evitan los desgarros escisionistas. Esta dinámica ha conseguido fragmentar un Parlamento en el que antes apenas había espacio para dos grandes partidos (PP y PSOE), uno testimonial (IU) y los nacionalismos de centro derecha vascos y catalanes. Incluso en los parlamentos regionales resultó obligado buscar coaliciones de tres partidos para alcanzar las mayorías de gobierno que antes estaban al alcance de uno solo.
Los partidos surgidos en la última década empiezan a sufrir el reflujo de la marea. Lo que ha ocurrido en Galicia y el País Vasco indica que no han conseguido crear estructuras regionales
Supuestamente, todo esto había llegado para quedarse, como la ‘nueva normalidad’ y otras tantas zarandajas con las que los teóricos intentan convencernos de que todos nosotros nos vamos a levantar distintos un día de estos, sin tener en cuenta que los engranajes económicos y sociales articulados durante mucho tiempo –y nuestras propias rutinas personales– dicen todo lo contrario. Quizá fuera así en otros momentos de la historia, pero lo más revolucionario y lo más conservador que ha aportado el siglo XX son las pensiones, capaces de desmovilizar a los sansculottes de cada momento, porque nadie quiere poner en peligro su premio futuro. El auténtico polvorín es la posibilidad de que no puedan pagarse en algún momento.
Las elecciones vascas y gallegas indican que la política española, que desde hace ocho años empezó a agitarse como un péndulo, vuelve a apuntar al centro, porque quizá ese sea el tiempo máximo que se puede mantener la tensión. Un ciclo vital que lleva, antes o después, a lo de siempre. Además de Podemos, lo ha sufrido la facción más arriscada de Ciudadanos y lo sufrirá Vox con el tiempo. Todos ellos han podido llegar a movilizar varios millones de votos, algo que parecía imposible una década atrás para cualquier partido nuevo, pero ninguno ha conseguido crear una estructura sólida en las comunidades autónomas, donde las excisiones, las expulsiones y las gestoras de urgencia impuestas desde Madrid son moneda corriente. Véase el caso de Cantabria, donde los votantes de Podemos difícilmente recordarán ya quién es su secretario regional (van a un ritmo de uno por año), y probablemente tampoco lo sepan los que votan a Ciudadanos ni los que lo hacen a Vox. Sus referentes son los líderes nacionales, pero eso no es suficiente para mantener un partido. Que el secretario general de Ciudadanos en Canarias haya desaparecido durante todo el confinamiento, mientras se gestaba una grave crisis en su formación a consecuencia de un tránsfuga, y que el susodicho estuviese durante todo el conflicto en Cantabria, según se ha sabido después, a 5.000 kilómetros, es algo más que una anécdota.