Lo que de verdad importa
El balón vuelve a rodar en Ucrania y los partidos de liga se celebran con toda normalidad mientras los cañones de Putin siguen masacrando el país. Rusia y Ucrania también mantienen el acuerdo para que los barcos de cereal vuelvan a zarpar sin trabas, y el mundo respira aliviado al alejarse el temor a una hambruna en muchos países y de precios disparados de los cereales para el resto. Todo es raro en el siglo XXI, aunque las guerras ya se paraban desde antiguo para recoger las cosechas, que una cosa es pelearse y otra no comer. Más cerca de nosotros, muchos funcionarios aún no pueden mantener un contacto directo con los contribuyentes que nos empeñamos en hacer trámites o consultas, para evitar los riesgos de contagio de la pandemia, que desparecen milagrosamente cuando acuden al bar de enfrente a tomar un tentempié.
La realidad que vivimos cada día es tan líquida y maleable que ya ni siquiera vale con tocar, como pedía Santo Tomás, ni con informarse. A todos nosotros nos hacen luz de gas a diario, para convencernos de que lo que vemos no es y los periódicos dedican cada vez menos espacio a las noticias y más a las interpretaciones, con hordas de comentaristas-desinformadores cuya forma de vida es ir de una tertulia a otra o de un periódico a otro llevando la palabra de la empresa con la misma devoción que movía a los evangelistas en el pasado, aunque en su caso ni siquiera es por ideología, es por dinero.
La información se ha convertido en una mercancía ideológica pero no es la ideología en lo que nos va la vida, sino la gestión
Como resultado, una parte de la ciudadanía cada vez mayor, especialmente la más joven, huye de los medios de comunicación hacia esas realidades banales que les ofrecen las redes, y los negocios del sector se encuentran con la necesidad de utilizar reclamos de todo tipo para retener a la clientela y demostrar a los anunciantes que todavía no están muertos. Pero esas prácticas tienen un precio: cada día hay que dar titulares más tendenciosos y contenidos más truculentos y para enmascarar esas vergüenzas no queda otro remedio que alterar las estadísticas de las entradas para simular que los lectores valoran las noticias ‘serias’ cuando en realidad las que han conseguido levantar la audiencia del día son precisamente las poco serias.
El otro grupo, el del ciudadano que le da absoluta credibilidad a lo que lee o escucha en los medios, va absorbiendo como propias polémicas en las que no le va nada y, en cambio, deja de prestar atención a lo que de verdad influye en su vida. Y los problemas de cada uno de nosotros son los que son, la felicidad, la salud o la economía familiar. Nadie se va a morir por una decisión política ni porque aquellos a los que ha votado no ganen las elecciones. En cambio, le va mucho en los precios, en los salarios y en los servicios que recibe, cada día peores. ¿Algún banco puede presumir de estar dando un buen servicio a pie de calle a sus clientes? ¿Se puede admitir que en unas consultas médicas las demoras se justifiquen con un escrito en el que se recuerda a los pacientes (la palabra lo explica todo) que sean eso, pacientes, porque no se puede calcular el tiempo que llevará cada una cuando la realidad es que esa consulta nunca empieza a la hora que debiera? ¿Se puede aceptar con resignación franciscana que una cita médica de primaria se ofrezca para dentro de diez días, cuando años atrás, con mucha menos plantilla de médicos, se atendían al día siguiente o en el día? ¿Se puede admitir que la jornada escolar anual (la real) esté por debajo del número de horas que fijó el Tribunal Supremo como derecho del alumno, un derecho del que todo el mundo se olvida al negociar los calendarios? ¿Preferimos olvidarnos todos de los muchísimos sectores en los que empresas oligopolistas han manipulado los precios en su favor, como demuestra cada mes la Comisión Nacional de la Competencia? ¿Nos van a devolver algo por esta estafa?
Los pecados de soberbia se dan tanto en el sector público como en el privado y suelen coincidir con las posiciones de poder, cuando no hay alternativas, como ocurre con los servicios de la Administración, o cuando habiéndolas –como la medicina privada– no todos pueden o quieren pagarlas. A falta de otro remedio, no queda más que esperar o comerse las uñas, pero es intolerable el trato que se da a muchos usuarios-clientes en demasiados sectores y hay muy pocas administraciones dispuestas a evitarlo, imponiendo una disciplina interna y regulando la calidad de su respuesta.
El mundo se polariza (basta ver las elecciones recientes en cualquier continente) y en esta primera parte del siglo XXI, como ya ocurrió en la primera del siglo XX, parece que nos vaya la vida en la ideología cuando aquello en lo que nos va la vida es en la gestión. Es curioso que la banalidad de contenidos y la grandilocuencia política acaben siendo lo mismo: contenidos huecos destinados al consumo. Quien lo dude debería tener la posibilidad de ver la trastienda de cualquier web periodística, para comprobar cómo funcionan los ganchos que utilizan, cómo una palabra u otra en un titular hace que la misma noticia se dispare o se muera y con qué ingenuidad picamos, creyendo ser absolutamente soberanos en la elección. Por el camino que vamos, la información la acabará gestionando el gerente de un supermercado, porque se está convirtiendo en una mercancía más, eso sí con una rentabilidad mixta económica e ideológica.