Muchas cosas han cambiado tras la pandemia
El mundo occidental, y especialmente Europa, han tenido muchos desajustes a consecuencia de la pandemia, de la crisis de los componentes y las materias primas y de la guerra de Ucrania. Cosas que se daban por seguras hasta 2020 ya no lo son tanto y otras que parecían haber pasado al cajón de los recuerdos resurgen de manera inesperada. El resultado es una auténtica cura de humildad frente al pecado de soberbia que nos llevaba a pensar que teníamos todo o casi todo controlado.
La agricultura gana prestigio. Bastó que se produjese la invarión de Ucrania para que fuésemos conscientes de que cuatro continentes no pueden depender exclusivamente de los cereales que produzcan tres países: Ucrania, Rusia y EE UU. Por muchas tecnologías que hayamos acumulado, la inestabilidad en dos de ellos nos ha dejado bien claro que seguimos siendo tan dependientes del cereal como lo era la Humanidad del Creciente Fértil cuando descubrió los cultivos y empezó a fijar las poblaciones. Puede que a Mesopotamia no le haya servido para ser hoy más avanzada que el resto pero la alimentación sigue siendo igual de estratégica. Por tanto, Europa empezará a tomar en consideración la profesión de agricultor o ganadero, y dejará de pensar en ellas como una enojosa mochila del pasado que no queda más remedio que soportar presupuestariamente a base de subvenciones.
Las energías hay que producirlas en casa. Los primeros pasos que se dieron hacia lo que hoy es la Unión Europea no buscaban una alianza política de países; ni siquiera pensaban en un mercado común. Su único objetivo era dejar el carbón y el acero fuera del control de los países productores, porque eran los recursos estratégicos que originaban las guerras y determinaban quién podía ganarlas. Parecía razonable pensar que, al sustraerlos del ámbito de los nacionalismos, dejándolos en manos de un organismo supranacional, se evitaría esa tentación.
El carbón y el acero ya no son tan determinantes, pero hay muchos otros materiales que conviene que no estén concentrados en unas pocas manos, y no solo el litio o las tierras raras, imprescindibles para los nuevos aparatos electrónicos. Europa ha constatado la enorme debilidad que supone depender casi absolutamente del gas ruso. Pero lo mismo se puede decir del petróleo o de los semiconductores. Por tanto, nuestro continente tendrá que tomar decisiones drásticas para no permanecer en esa situación de dependencia. La más inmediata es acelerar tanto como pueda los sistemas de autogeneración de energía y mejorar la eficiencia energética.
Que nadie lo dude, en los próximos años vamos a vivir una auténtica revolución tecnológica en el campo de la energía y especialmente en las renovables. Todos produciremos una parte significativa de las que consumamos y despilfarrar energía estará tan mal visto como cuando se produjo la crisis del petróleo en los años 80.
Las fábricas tienen que estar cerca. La logística ha revolucionado el mundo. No habría globalización de no haberse creado un sistema internacional de transporte tan eficiente. Que un gran aeropuerto pueda mover mil vuelos en un día, con casi 200.000 personas que van o vienen a muy distintos países puede parecer normal pero es un éxito inconmensurable de la Humanidad. También lo es que un barco pueda llevar a bordo más de 20.000 contenedores y que los precios de estos grandes transportes llegasen a ajustarse tanto, que resultaba más barato traer en barco una tonelada de carbón de EE UU o de Sudáfrica hasta Santander que subir esa misma tonelada en camión desde el puerto a la central térmica de Guardo, en Palencia.
El colapso temporal del Canal de Suez ya nos dio una pista de que este sistema tan eficaz es, también, muy vulnerable, y las subidas de precios y desabastecimienos que se han producido posteriormente, al cerrarse algunos puertos chinos por la pandemia, han demostrado que no es sensato poner todos los huevos en la misma cesta.
Las industrias europeas y norteamericanas confiaron en la eficacia de esta logística tan avanzada para trasladar a los países orientales la producción de componentes, porque allí les resultaba más barato pero esta crisis ha demostrado que es imprescindible contar con alternativas próximas, para no correr el riesgo de quedar desabastecidos de suministros básicos. Un microchip de un euro puede parecer muy poca cosa, pero cuando solo se fabrica en Corea y allí se produce un problema de producción o sobredemanda, paraliza la producción de coches en varios continentes o reduce la producción –y las ventas– en millones de unidades.
La mala experiencia obligará a las grandes marcas de automoción a replantearse su política de aprovisionamientos y a crear parques de proveedores cercanos o, al menos, en el mismo continente.
El trabajo presencial es sustituible en muchos casos. El confinamiento demostró que muchos viajes de trabajo son innecesarios, puesto que se pueden sustituir por videoconferencias, y que buena parte del trabajo presencial también se puede hacer a distancia. El teletrabajo no va a sustituir al trabajo convencional, como se pensaba hace dos años, pero sí ha venido para quedarse. En Madrid, Barcelona y en otras muchas grandes ciudades del mundo, los trabajadores ya están negociando los días de teletrabajo como un componente más de las condiciones laborales. En Cantabria, donde la distancia entre el domicilio y el centro de trabajo suele ser pequeña y no se pierden muchas horas diarias en los desplazamientos, todavía no es una reivindicación, pero la forma de trabajar está cambiando. Lo que ocurre en las grandes ciudades antes o después acaba pasando en las pequeñas.
El cuidado de la salud no es un asunto público exclusivamente. Al comienzo de la pandemia, el Estado español recuperó temporalmente atribuciones de gestión sanitaria que había dejado en manos de las autonomías, hasta el punto que parecía el único responsable de combatir la enfermedad. Dos años después, y habiendo vivido siete olas de covid, muchos de quienes eran más críticos con la gestión pública, exigiendo más medidas, más suministros de epis, más control en los productos adquiridos o más disciplina social, se convirtieron en los primeros en exigir los desconfinamientos, la apertura de locales de ocio y el fin de las mascarillas y de los pasaportes sanitarios.
Poco a poco, el conjunto de la población ha pasado a considerarse responsable de gestionar el problema por sí mismo, tanto los que toman todas las cautelas y siguen utilizando mascarillas en todo momento como quienes no lo hacen nunca. Incluso los que afeaban al Gobierno no adoptar todas las medidas que sugerían los expertos, han sido los primeros en desentenderse de las recomendaciones que siguen haciendo los expertos, si bien es cierto que el tiempo ha quitado validez a muchas de ellas, desde la supuesta inmunidad de rebaño a la transmisión por contacto con superficies o la posibilidad de reinfectarse tras ser vacunado. A falta de certezas, hemos entendido que debemos aprender a gestionarnos la incertidumbre.
Lo tangible vuelve. Con la depreciación de los activos inmobiliarios y la falta de remuneración de los depósitos bancarios muchos se lanzaron hacia el mundo virtual y las inversiones en criptomonedas, convencidos de que se había abierto una nueva época. No se ha necesitado mucho tiempo para que esa teoría quede en entredicho. Las criptomonedas se han dado un batacazo y no es fácil asegurar que todas ellas son de fiar, y los inversores vuelven a activos de toda la vida, como las viviendas.
La inflación no era un mal recuerdo histórico. Después de veinte años sin casi inflación se había instalado la falsa certeza de que nunca más volvería a ser un problema. La escasez de algunos suministros básicos y la guerra de Ucrania han venido a desmentirlo. Por supuesto que seguimos sometidos a sus vaivenes, y por mucho que haya avanzado el mundo, no tenemos cortafuegos. Basta con que suban algunas materias primas y el combustible para que ese sobrecoste se vaya repercutiendo (e incrementando) en toda la cadena, hasta que el sistema completo queda contagiado. Como es entendible, los trabajadores tratan de recuperar el poder adquisitivo perdido y la espiral sigue creciendo. Conocemos del pasado la tendencia que tiene la inflación a consolidarse por mucho tiempo, y la ausencia de una solución fácil, porque tampoco podemos permitirnos unas fuertes subidas de los tipos de interés para tratar de contrarrestarlo.
Nadie tiene soluciones, porque probablemente no las hay. En el siglo XXI apenas hay diferencias en las políticas económicas de todos los países, gobierne el partido que gobierne, porque el margen de maniobra es muy estrecho: lo que se hace está impuesto por las circunstancias o por la pertenencia a un club, como la UE. Ni siquiera podemos devaluar la moneda. Por tanto, salvo pequeños ajustes de fiscalidad, poco se puede hacer y eso se constata al comprobar que ni grupos políticos ni institutos económicos ni expertos están ofreciendo recetas para combatir la inflación o acelerar el crecimiento. Hay muchos médicos tomando el pulso al enfermo pero lo que cabría esperar es que alguno de ellos tuviese un tratamiento.
Más empleo que nunca. Es poco entendible que aumente más el empleo que el PIB pero es lo que está ocurriendo. Por tanto, la nueva economía que trae la crisis parece tejida con los viejos oficios, así que algo no está funcionando bien. Quizá sea una situación solo coyuntural, pero produce desconcierto y desconfianza: competir con empleos de bajo valor supone asentarse en una economía de segunda división, un objetivo muy poco ambicioso para una nación como España.
Las relaciones sociales son imprescindibles. Bien por el confinamiento y las restricciones de movimientos, bien porque se haya producido una revalorización de las relaciones interpersonales, asistimos a una auténtica fiebre de actos sociales. Todos ellos tienen un componente de reencuentro. La gente quiere verse. Los negocios han seguido haciéndose pero en un país como España es necesario el contacto físico para consolidar cualquier relación profesional. Es decir, lo que hemos hecho siempre.