Muchos culpables en Cataluña
A esta altura de los acontecimientos y cuando el globo soberanista parece pinchado, habría que valorar con enorme dureza que una gran parte del enorme capital intelectual que atesora Cataluña se haya podido dejar llevar por ideas tan descabelladas como suponer que la independencia es un estado ideal al que se puede llegar sin mayores costes económicos y sociales. O que la nueva república tendría unos gobernantes catalanes intachables e inteligentes, al contrario que los españoles, como si Pujol (al que aún ninguno de sus paisanos ha pedido retirar el título de Molt Honorable President) hubiese nacido en las Alpujarras. Cómo entender que hayan podido imaginar que una Cataluña independiente sería rápidamente reconocida por todos los países democráticos del mundo o que se podría vivir estupendamente sin venderle un clavo a España; que quedar fuera del euro y verse forzado a crear una nueva moneda es liberador; y que volver a tener que soportar aranceles para venderle a Francia, a España o a Alemania no supondría mayor inconveniente para un pueblo capaz de sobreponerse a 400 años de sometimiento. También daban por descontado que las entidades financieras no necesitaban para nada la liquidez del Banco Europeo y que a los payeses les importa una higa no seguir cobrando las subvenciones comunitarias. Solo los agoreros españolistas podían pensar en cuestiones tan banales, a las que los nacionalistas no habían dedicado un solo minuto, ni en su plan A ni en el Plan B, si es que se tomaron la molestia de hacerlo.
Han tenido que sufrir los bancos una sangría en depósitos y fondos que les abocaba a la iliquidez y al colapso para que algunos de estos expertos, intelectuales y políticos comprometidos con la causa nacionalista empezasen a comprender que la cosa no iba a resultar tan fácil y ha bastado una semana para que todas las empresas catalanas del Ibex huyan de la región. Pero ni siquiera con estas pruebas de cargo abandonaron la idea y acabaron por empujar a Puigdemont a declarar la independencia unilateral.
Todo esto conduce a pensar en lo fácil que puede llegar a ser manipular a toda una sociedad desde la política y comprobar que ni siquiera aquellos a los que se les supone capacidad crítica son capaces de prever las catástrofes más evidentes. Puigdemont, Junqueras o Forcadell han quedado descalificados por temerarios o, simplemente, por despreciar la opinión y los sentimientos de nada menos que la mitad de las personas a las que gobernaban, pero ¿con qué solvencia intelectual seguirán impartiendo sus clases los muchos catedráticos que habían pintado en los medios de comunicación un panorama idílico una vez llegase la independencia? ¿qué crédito deberían tener a partir de ahora sus enseñanzas?
Muchos colectivos respetables de Cataluña deberían dar una buena explicación de por qué sostenían lo insostenible, y no solo los políticos
No son los únicos reprobados por la realidad. De todos los payeses que salieron con sus tractores a cortar las carreteras en los días de exaltación, ¿cuántos sobrevivirían sin las subvenciones de la PAC en una Cataluña extracomunitaria? ¿Lo pensaron alguna vez? ¿Cuántas peras de Lérida, aceite de oliva catalán, vinos del Penedés o botellas de cava pensaban ir a vender a otros países para poder mantener al menos la misma renta y los mismos empleos que tenían en España?
Después de cualquier gran crisis, todo el mundo parece encontrar una buena disculpa para actuar como actuó, pero lo cierto es que a día de hoy casi nadie es capaz de dar una explicación de por qué sostenían lo insostenible, poniendo en riesgo su futuro, a excepción de tres colectivos: los que no tienen nada que perder; quienes trabajan para la Administración pública catalana, que se sienten blindados; y quienes obtienen una buena parte de sus ingresos de la misma, a través de subvenciones, contratos o regalías.
Frente a estos colectivos que no arriesgaban están los obreros, que sin duda hubiesen sido los auténticos perdedores, sin haber tenido arte ni parte en este delirio, y la inmensa mayoría de los empresarios que han sido extrañamente complacientes hasta que comprobaron el monstruo que habían alimentado. Le ha ocurrido a los grandes medios de comunicación locales, como La Vanguardia o El Periódico, que hasta que no empezaron a marcharse en tromba las grandes empresas estuvieron dando verosimilitud a un objetivo que sabían irrealizable. El propio Grupo Planeta, propietario de Antena 3 y La Sexta, que ha jugado a una carta y a la contraria, porque en todas partes hay negocio. Le ha ocurrido también a algún banco, que luego no tardó ni 48 horas en trasladar la sede.
Todos ellos tendrían que dar muchas explicaciones, después de haberse refugiado en el argumento cómodo de que Madrid estaba obligado a dialogar, sin explicitar sobre qué, ya que los nacionalistas partían del imperativo categórico de que el referéndum era innegociable.
Todos estos colectivos sociales que dieron alas a los que pedían más libertad han demostrado que ellos mismos estaban sometidos al poder político, con una mínima capacidad de análisis –si la tenían, se la guardaron– y con una nula capacidad de autocrítica. Es el fracaso más rotundo de gran parte de la sociedad civil catalana y no solo del Gobierno de Puigdemont. Hemos sido testigos de un encadenamiento descabellado de despropósitos para el que aquella comunidad ha demostrado no tener los controles sociales que supuestamente le proporcionaba el seny, su sentido común. La CUP, un partido antisistema y muy minoritario, consiguió que sus votos fuesen decisivos y, con ellos, ha arrastrado tras de sí a ERC, que a su vez ha llevado del ronzal a los conservadores de PDCat. Y, a su vez, el Gobierno en conjunto ha arrastrado a movimientos sociales, sindicales y empresariales, hasta que estos últimos vieron el abismo bajo sus pies. A partir de ese momento, la nube del éxtasis empezó a dejar paso al realismo y los mismos que inflaron el globo se pusieron a cubierto por si estallaba. Debiera haber sido demoledor para una opinión pública anestesiada el ejemplo de Ballvé, vicepresidente de la catalanista Omnium Cultural, que se llevó su empresa Gaesco Bolsa a Madrid, o que llegase a valorarlo Grifols, cuyo propietario, Víctor Grifols, alentaba a Artur Mas en otro tiempo para que no desfalleciese en el camino hacia la independencia: “No te arrugues”, le decía.
De lo que ha pasado en Cataluña hay muchos más culpables que los políticos pero ninguno de ellos va a pasar por los juzgados ni a entonar el mea culpa. Al menos, se quedarán callados una temporada.