El país de las prohibiciones
En la costa mediterránea, los ayuntamientos han empezado a multar por poner la sombrilla en la playa a primera hora de la mañana con el fin de reservarse un lugar de privilegio. En nuestra comunidad, a cualquier periódico que se despiste e incluya en su sección de anuncios cortos un solo piso de temporada en alquiler no registrado como tal se le caerá el pelo: de 6.000 a 30.000 euros de multa por anuncio. En La Manga, jugar a las palas en la playa u orinar en la mar (¿quién va a comprobarlo?) ya está multado con 750 euros, y lo mismo para quienes usen jabón en las duchas de playa. En Baleares alquilar el piso propio a turistas puede costar hasta 40.000 euros y en Barcelona deambular con patines y otros cachivaches eléctricos que se han puesto de moda, 500 euros.
De todo esto se saca la conclusión de que España es un país muy licencioso, donde la gente se comporta de una forma muy gamberra, y sobre todo es muy rico, porque la decisión del Ayuntamiento de Roma de prohibir bañarse en sus fuentes, que ha sido noticia en todo el mundo, va a estar penado con 240 euros, una multa obviamente de pobres, comparada con las nuestras.
Vivimos en uno de los países que más legisla del mundo frente a lo cual la ciudadanía ha reaccionado creándose una extraordinaria piel dura, de forma que es también uno de los países donde menos se cumplen todas esas normas. Pero que nadie se engañe, no es que la ciudadanía abomine de ellas, el problema es que son tantas que las ignora.
Basta que aparezca un conflicto urbano para que surja un colectivo exigiendo que se establezca una norma y una sanción. Los políticos, que en este terreno no son nada indolentes, toman rápida nota y aprueban la tan reclamada norma, casi siempre con sanciones estratosféricas (resulta infinitamente más caro anunciar un piso en alquiler para un mes que apropiarse de una calle entera con una terraza de bar). Y todos, aparentemente, contentos. Como por lo general todo esto va contra el sentido común, la norma no tarda en olvidarse. En las escasas ocasiones en que alguien la rescata de la memoria y aplica las sanciones, la misma opinión pública que antes reclamaba dureza, exigirá clemencia, poniéndose de parte del indefenso ciudadano frente a la ‘intolerante’ Administración pública.
Así es España, y hay que entenderla como es. Pero hacen mal los políticos al navegar a favor de corriente. Las normas no se pueden hacer solo para quedar bien, ni boicotearlas más tarde cuando demuestran su escasa utilidad. Simplemente, hay que pensarlas mejor y, desde luego, en frío. Porque una vez impresas en el Boletín Oficial están para cumplirse, por mucho que duelan.
Uno de los errores más incomprensibles de Mariano Rajoy este verano ha sido, precisamente, pronunciarse a favor de Juana Rivas, la madre granadina que se ha tenido que separar de sus hijos por sucesivas sentencias judiciales. Rajoy se dejó llevar por la tentación de sumarse a la ola popular que considera que esas sentencias son una injusticia, pero él, como cualquier dirigente, está para respaldar a la justicia, que al fin y al cabo se limita a cumplir las leyes que propone el Gobierno y ratifica el Parlamento. Si la norma es injusta, le corresponde al Gobierno cambiarla. Y el presidente, como es obvio, no puede insistir en que la ley está para cumplirla cada vez que se refiere a Cataluña y ponerse inmediatamente después en el bando de los que presionan para incumplirla en el caso de Juana Rivas. La ciudadanía puede ser inconsecuente en este terreno pero un miembro del Gobierno no. Como no sería muy acertado que al concejal que ha establecido una multa de 700 euros para cualquiera que juege a las palas en la playa, le sorprendiesen en su tiempo libre con una pala playera en la mano y se quejase de lo despiadado que es ese ayuntamiento. Tampoco cabría imaginar, por ejemplo, que el ministro de Hacienda Rato exhortase a todos los españoles a cumplir con Hacienda por obligación y por civismo y que estuviese creando empresas opacas dentro y fuera del país… ¡Ah! ¿Que eso sí pasó…? Bueno, es que somos así. Siempre creímos que las leyes se hacían para los demás.