Se acabaron los héroes
El expresidente (y jefe de estado) francés Sarkozy posiblemente vaya a la cárcel. El primer ministro de Israel si no va es por su capacidad reptiliana para enroscarse. El presidente del Barca, Joan Rosell pasó 644 días en la trena sin que aún se sepa muy bien por qué (se ha querellado contra el juez Lamela, que lo trincó); el anterior presidente, Bertomeu, fue detenido. Trump ha estado a punto de ser declarado responsable intelectual del asalto al Capitolio. Las revelaciones de los chanchullos de Boris Johson para que el partido le pagase la reforma de su apartamento o en la gestión de la pandemia son demoledoras y el Gobierno holandés ha tenido que dimitir por un escándalo en los subsidios a inmigrantes. En España tenemos en los tribunales a políticos de todos los partidos, incluida la exsecretaria general del PP, y toda una clase empresarial aguarda comiéndose las uñas las implicaciones que puedan aparecer en los papeles de Villarejo.
Que alguien salga indemne de un cargo parece ya cuestión de tiempo, porque da la impresión de que antes o después, acabará arrastrado por los suelos hasta la plaza pública, mientras la ciudadanía asiste al espectáculo con el mismo entusiasmo con el que se seguían las decapitaciones durante la Revolución Francesa. Vistos de uno en uno, se trata de la depuración de responsabilidades, bajo la premisa democrática de que quien la hace la paga. Visto en conjunto, la sensación es de que hay una revuelta general contra lo establecido, cualquiera que sea, porque no cabe imaginar que haya más corrupción que nunca, ahora que es más fácil detectarla. Quien lo ponga en duda no tiene más que echar un vistazo a las referencias en la prensa cántabra sobre la obra para rehabilitar el edificio en el que se encontraba la antigua Joyería Salamanca, en el Km. 0 de la ciudad. El inmueble, construido en los años 50, tenía licencia para cuatro plantas de altura pero se levantaron siete y es muy improbable que a las autoridades les pasase inadvertido semejante aumento de tamaño, porque era lo primero que veían cada día al entrar y salir del Ayuntamiento.
Con la nueva ley de Contratos Públicos, que obliga a unas cautelas a veces paralizantes y con la presión social directa que supone que cualquier persona con un teléfono móvil puede grabar al político en todo momento y hacer viral ese contenido a través de las redes, es casi obligado aceptar que, como mucho, puede haber el mismo nivel de corrupción de antaño. Por eso, cuesta asimilar que, antes, al abandonar un cargo público, se recibieran homenajes, estatuas y placas las calles principales de la ciudad y hace tiempo que ya nadie tiene derecho a semejantes honores. Desde que llegó la democracia a Cantabria hace cuatro décadas se han levantado dos estatuas a sendos barrenderos populares, a un guardia municipal, a los pescadores, a los metalúrgicos, a los queseros… No la han merecido, en cambio ni políticos, ni banqueros, ni siquiera literatos o científicos. En la extinta URSS, donde tanta pasión ponían en las esculturas de esforzados y hercúleos trabajadores, no eran tan radicales, porque las entreveraban con las de políticos, artistas, héroes de guerra o astronautas.
Los políticos han pasado de merecer una calle a ganarse una temporada a la sombra sin hacer cosas distintas. La información instantánea ha acabado con todos
El calibre de los ceazos con los que la prensa juzgaba las actuaciones públicas fue suficiente para que buena parte de los países europeos, y unos pocos en otras latitudes, asentasen una democracia sólida y envidiable. Con los métodos actuales ninguno de ellos hubiese pasado la prueba del algodón.
La llegada de las redes sociales ha reducido tanto el ojo de la criba que no se salva nada ni nadie. Cualquier asunto de índole personal es tan importante o más que los de gestión política, y cualquier denuncia comporta ya una condena. Por el mismo motivo, las opiniones se hacen inconsistentes. Al comienzo de las vacunaciones, más del 27% de los españoles aseguraban que no se dejarían pinchar. La realidad es que apenas lo está rechazando un 4%, el menor porcentaje de Europa. Si hubiésemos sabido hace dos meses que el Rey o un miembro del Gobierno se saltaba la fila para vacunarse, el escándalo hubiese llegado a los tribunales, como poco. Ahora exigimos que se anticipen las vacunas a los miembros de la Selección de fútbol, en abierta contradicción con el igualitarismo que defendíamos como sagrado semanas atrás.
La sociedad solo es capaz de interpretar el ahora y en eso se basa Casado cuando intenta fijar en la mente de la ciudadanía todos los afloramientos de corrupción del PP como una foto del pasado. A quién le importa eso ya, parece decir. Y en realidad es así. Como en la bolsa, a estas alturas ya no cotiza. Y la Administración pública, con sus usos y tiempos geológicos, acaba por ratificarlo. ¿Cómo es posible que el caso de los vertidos de Sniace, que ocurrió en 2007 no se haya juzgado todavía, cuando únicamente hay que resolver si la dirección y el consejo de administración ejecutaron o no la orden de Medio Ambiente?
Entre los que tardan en actuar y los que solo buscan enfangar el terreno de juego, la verdad es un valor cada vez más escaso, aunque tengamos la más abundante información de la historia. Mucha más de la que el ser humano puede procesar. Por eso, cuando después de haber oído horas y horas de entrevistas a expertos sobre la pandemia, una parte significativa de quienes han sido forzados a elegir la vacuna de la segunda dosis, dicen no tener información suficiente para hacerlo, lo único que cabe pensar es que estamos sobrepasados y lo que realmente queremos es que nos digan lo que tenemos que hacer. Unos para ahorrarse la duda y otros para hacer exactamente lo contrario de lo que proponga el Gobierno.