Sin ideas para este siglo

Casi todos los partidos tienen un centro de ideas, se llame fundación, think tank o como se llame, donde, si producen algo, cabría preguntarse qué. Tampoco las universidades aportan mucho en esta materia. Seguimos viviendo de las grandes teorías políticas surgidas entre los siglos XVII y XIX, con algún aderezo del XX, aunque el mundo del siglo XXI plantea retos completamente nuevos para los que nadie tiene respuestas. Lo peor es que ni las buscan.

La posición más cómoda es la de los liberales. Su idea del laisezz faire, laissez passer vale para observarlo todo desde la barrera y quedarse ahí. En realidad, esa es la teoría, que no la práctica, porque se están planteando dilemas morales que les dejan sin saber qué hacer. ¿Se puede dar por bueno todo aquello que un científico consiga, por el mero hecho de que la ciencia es por sí misma un desafío que invita a romper barreras? La acendrada defensa que hizo Ciudadanos de los vientres de alquiler no parece que suscitase mucho entusiasmo entre sus votantes, a tenor de lo que ha pasado con el partido, ya desaparecido. ¿Hubiese aceptado también la selección genética de los embriones para conseguir niños rubios y de ojos azules a la carta, dado que la ciencia ya puede ofrecer? ¿Y todo lo que vaya llegando en las sucesivas investigaciones?

Aunque el Gobierno se ha negado en rotundo a la gestación subrogada, ningún partido tiene una respuesta clara ante estos temas, porque sus teorías se plantearon cuando estas posibilidades no eran ni siquiera imaginables y los principios morales tampoco tenían contemplada esta posibilidad.

La ciencia no es la única que plantea retos nuevos. También lo hace el capitalismo al reinventarse cada día. Marx creía que todo estaría solucionado el día en que los trabajadores fueran los propietarios de los medios de producción. Ni siquiera los marxistas, si queda alguno, son conscientes de que ese día ha llegado y no por eso se ha producido una revolución. Pasaron los días en que los trabajadores estaban encadenados a máquinas que ninguno de ellos podía aspirar a comprar. Hoy, para muchísimos trabajadores, su único medio de trabajo es su cabeza y un ordenador, la mayor supermáquina conocida, que puede hacer miles de tareas distintas y cuyo precio, sin embargo, es accesible a casi todo el mundo. Como mucho, puede complementarlo con un smartphone, algo también a su alcance.

El concepto de la propiedad ha cambiado, porque el capitalismo ya no necesita la posesión sino el uso

Teniendo esos medios de producción en su mano, ¿se ha hundido el capitalismo? ¿Han llegado al fin los gloriosos tiempos de la hegemonía proletaria? Tendrá que reconocer el marxismo que no. ¿Cuál es la respuesta? Ninguna, aunque es cierto que en la izquierda casi nadie se siente atado ya a estas teorías.

Igual que evitamos buscarle una interpretación al oxímoron de que el país más capitalista del mundo sea China, a la vez el más comunista (no le demos vueltas, no tiene explicación) y de que el político más ultraliberal, Trump, anuncie una catarata de aranceles, nos hemos quedado sin mecanismos para regular políticamente nuestro capitalismo.

La Constitución de todos los países democráticos defiende la propiedad privada, y casi nadie de nosotros duda que sea así. También exige que todos los organismos y asociaciones se regulen por sistemas democráticos, de forma que hasta las empresas deben decidir su consejo de administración en asambleas donde los votos se corresponden con las participaciones en el capital. Un hombre un voto y, su trasunto, una acción un voto. Pero el sistema económico que vivimos ya no es el capitalismo sino el capitalismo.6 o .7 y tiene más colas que las lagartijas. Las grandes empresas y los bancos son propiedad de los fondos de inversión y aunque esos fondos son de cualquier ciudadano de la calle, sus gestores nunca le consultan cuando compran participaciones en una compañía o en otra, cuando votan a favor de un consejo de administración o cuando lo destituyen. Es un profesional, al que no conocemos ni pone mayor interés en darnos explicaciones, el que actúa como el auténtico propietario. ¿Se mantienen en ese caso todos los principios de la soberanía de la propiedad privada que tanto defiende el liberalismo? ¿Qué respuesta tienen los partidos para estos nuevos modelos de capitalismo? Tampoco se sabe ni se espera, salvo la de recomendarle que, si no está a gusto, venda y se vaya de ese fondo.

Ese capitalismo de sexta o séptima generación ya ni siquiera exige la propiedad de los bienes. Comprar una casa, un coche o una bicicleta empieza a ser una cosa del pasado. Simplemente, pagamos por su uso, como pagamos un hotel. Dejando al margen las hipotecas, que ya son un clásico, muchos de los coches son ya de los bancos, porque si usted va a un concesionario y se empeña en pagarlo a tocateja se enfrentará a la desconcertante situación de que le exigirán un precio superior. Por tanto, mejor que sea del banco, y a pagarle todos los meses un leasing o un renting (aunque haya que añadir los intereses), de forma que usted usa el vehículo y paga por ello, pero no es su dueño.

Al nuevo capitalismo le viene mejor que el ciudadano no tenga nada en propiedad, salvo el dinero con que pagar cada factura mensual: el coche, la casa, hasta las vacaciones, que también se pueden prorratear ya. 

Se tendrán que poner las pilas quienes pensaban que la zanahoria que nos empuja a trabajar es alcanzar propiedades. Ya no es verdad; el objetivo solo es consumirlas. Otro motivo más para hacer ediciones revisadas de las ideologías y los manuales políticos tradicionales. ¿Por qué nadie se pone a ello? Quizá porque esta tarea también deba ser subcontratada en la sociedad del Siglo XXI.

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