Tiempos revueltos y confusos
Las democracias occidentales consiguieron que a partir de 1945 el mundo fuera razonablemente previsible para sus habitantes. Con la única incertidumbre de lo que podía ocurrir con la Unión Soviética, todo lo demás parecía encauzado: la salud, la educación, el trabajo, la jubilación… Los ciudadanos de lo que se autocalificaba como primer mundo podían y debían aspirar a una vida cada vez mejor, aunque la cuenta la pagasen los del segundo y el tercero, algo a lo que no se daba mayor importancia.
Este esquema tan favorable para todos los que lo disfrutamos cambió con la llegada del siglo XXI y la globalización. En ese momento nos dimos cuenta de que en todo Occidente suma menos habitantes que un solo país asiático, China, y que la convicción de que nadie podía competir de igual a igual con nosotros ya no se sostenía.
Empezaron a caer las certezas (la primera de ellas, la de que cada generación viviría mejor que la anterior), el prestigio de las instituciones y, más tarde, las personas. Especialmente en aquellos lugares donde la crisis de 2008 resultó más dramática, como España. En una década hemos puesto en entredicho la corona, los partidos políticos, los sindicatos, los bancos, las cajas de ahorros, el Ibex, la Iglesia y hasta las ONGs, que parecían ajenas a todo esto. Quizá no valga la pena llorar por la leche derramada, pero queda un cierto desasosiego al ver que todo lo que articuló nuestro mundo se arrastra ahora por el barro. Que dos de los emblemas de la España del desarrollo, El Corte Inglés y El País, que comenzaron el siglo como auténticas referencias europeas de éxito en el mundo del comercio y de la comunicación andan ahora como pollos sin cabeza; que el día a día de los bancos y las eléctricas está en los juzgados, unas veces por reclamaciones de clientes y otras por sus tratos con Villarejo, que cada día se demuestran más intolerables. Incluso el Rey emérito. Las trompetas de Jericó no causaron tanto destrozo.
Los conflictos que surgen por doquier no se deben a un aumento de la pobreza sino a una disminución de las expectativas
Las glorias de ayer valen ya de muy poco. Que se lo digan a los promotores inmobiliarios españoles que entraron en la lista Forbes. Pero no solo cayeron los Cebrián, los sucesores de Isidoro Alvarez, o los Martinsa-Fadesa. Acabaron en la cárcel un vicepresidente del Gobierno, un expresidente de la CEOE; están en entredicho los nombres de Villar-Mir (uno de los empresarios más importantes que ha habido en España), de su yerno, del expresidente del BBVA…
En la política ocurre más de lo mismo, y no solo por situaciones tan insólitas como que en estén condenados o imputados los tres últimos presidentes que ha tenido la comunidad de Madrid y la de Cataluña. Tampoco es un problema únicamente de España. Por todas partes se extiende un malestar que se manifiesta en las movilizaciones callejeras de Francia, Grecia, Hong Kong, Argelia o América Latina; en los resultados de la votación de los británicos para marcharse de la UE; en la elección de Trump…
Nuestro 15M fue el primero de estos movimientos de indignados y nos debiera haber dado cierta ventaja a la hora de recolocar las piezas del sistema democrático-capitalista en el que vivimos, porque han pasado casi diez años. Pero han tardado menos en desinflarse los partidos políticos que representaban ese malestar que el sistema en recomponerse.
Emilio Lamo de Espinosa, presidente del Real Instituto Elcano, diseccionaba recientemente este revuelto panorama y lo achacaba a la aparición de un notorio resentimiento en amplias capas de población, al haber dejado de funcionar el ascensor social que permitía tener expectativas de mejora. La nueva sociedad se divide, en su opinión, en dos categorías que no tienen nada que ver con las anteriores: una minoría metropolitana cosmopolita, que lo mismo puede trabajar en París, Madrid, Londres o Singapur, porque habla idiomas, tiene buena educación y buenos salarios; y los que continúan apegados al territorio, con empleos precarios y mal pagados o en sectores en decadencia, a menudo rurales, que se han quedado sin oportunidades de mejora. El conflicto que surge por todas partes no es una cuestión, por tanto, de que haya más pobreza sino de menos expectativas.
Internet, dice, ha facilitado la organización de los descontentos, que antes tenían que rumiar su frustración individualmente, y los gobiernos no son capaces de dar soluciones con la misma velocidad, probablemente porque no las tienen, ni siquiera en las organizaciones supranacionales. La respuesta a tanto malestar va a tardar, y solo puede ser colectiva. Ningún país han encontrado fórmulas desde las instituciones; tampoco hay expertos a los que acudir, y la única medicina paliativa, las ayudas públicas a capas sociales cada vez más amplias, no dan mucho más de sí.
Estamos ante una reconfiguración del sistema occidental, tan huérfana de análisis que no tenemos la mejor idea de lo que puede deparar. Como ya ocurriera hace diez años con la crisis económica, volveremos a analizarlo a toro pasado, y solo entonces aparecerán los que supuestamente ya eran conocedores de lo que iba a pasar. Si de verdad lo supiesen nos lo podrían decir ahora,que estamos siendo vapuleados por el viento de la historia, pero ni siquiera sabemos de dónde sopla ni a dónde hay que agarrarse.