Todos a la Administración
Ver los miles de jóvenes que se han presentado a las oposiciones del Gobierno cántabro deja un extraño sabor de boca, porque constata que hay un enorme colectivo que busca salida laboral en la Administración, y probablemente no por vocación, porque la mayoría son licenciados y han estudiado carreras que nada tienen que ver con la función pública. Han dedicado muchos meses, a veces años, a estudiar de la mañana a la noche algo que ni estaba entre sus objetivos vitales ni se corresponde con lo que realmente harán si consiguen una plaza por la que compiten treinta, cuarenta o cincuenta personas, porque en algunas pruebas compiten 2.500 por 50 empleos.
Hay que reconocer que el sistema de selección de personal de la Administración es razonablemente justo, puesto que se elige al que más sabe o más se ha sacrificado; lo que resulta más discutible es si es idóneo para elegir a los mejores funcionarios o si un funcionario ha de serlo hasta que se jubile, cuando cualquier otro mortal tendrá que reinventarse laboralmente tres, cuatro o cinco veces a lo largo de su vida, por la creciente volatilidad de los empleos o porque los oficios de 2040 o 2050 nada tendrán que ver con los actuales. Quien haya visto baterías de mecanógrafas en las oficinas de algunas fábricas en las que ahora no tiene secretaria ni el director, se planteará cómo es posible que en la Administración el catálogo de puestos de trabajo sea parecido a cuando todo se escribía a máquina, las copias se hacían en papel carbón, porque no existían fotocopiadoras ni impresoras, y no había ordenadores ni correo electrónico.
Tener a tres millones de jóvenes en casa o esperando un puesto en la Administración es como competir con un brazo atado
Lo sorprendente es que toda esta estructura histórica conviva con la digitalización y que la llegada de los ordenadores no solo no haya reducido los costes operativos de la plantilla, como ha ocurrido en todas las empresas, sino que los ha recrecido. Pero lo más llamativo es que se planteen inversiones ingentes para continuar este proceso de digitalización administrativa –que hará inútiles muchos puestos de trabajo actuales– sin intención de prescindir de ninguno de ellos. La Administración es una máquina de inercia que no cambia de dirección fácilmente aunque tenga un muro delante, lo más que se puede conseguir es una cierta reorientación y con un sentido del tiempo casi geológico.
En la penúltima crisis, la gran depresión iniciada en 2008, uno de los objetivos políticos del país era la reforma de la Administración, que a pesar de ser considerada inaplazable nunca se abordó ni se abordará, porque es una materia que puede mover muchos votos y provocaría un fuerte desgaste electoral a quien lo intentase. Si añadimos la circunstancia de que más de un 70% de los políticos españoles son funcionarios, se puede percibir con más claridad por qué resulta tan difícil deshacer la madeja.
En otros países es el mercado el que acaba por resituar al sector público. Mientras que aquí se presentan docenas de opositores para una plaza, en Dinamarca el Gobierno se ve obligado a hacer anuncios por televisión para captar funcionarios, porque los jóvenes tienen salidas profesionales más atractivas o mejor remuneradas. La propia Unión Europa tiene serios problemas para conseguir personal de todos los estados miembros. A sus convocatorias de empleo acuden por miríadas jóvenes de los países del Sur, para los que es una opción muy interesante y bien pagada. En cambio, casi no se presentan candidatos de los países del Norte, porque el salario no les motiva. Ese desequilibrio genera un problema de mucho calado, porque crea una progresiva desafección en los países septentrionales, donde la población cada vez se siente menos partícipe de lo que se gestiona en Bruselas y se acrecienta la sensación de que su dinero solo se emplea para rescatar a los países manirrotos del Sur y para contratar a sus jóvenes como funcionarios europeos.
Es evidente que el sector público no va a desaparecer ni en el Norte ni en el Sur, pero también lo es que el personal que necesitará no van a ser funcionarios. A la Administración se le piden servicios que el mercado no atiende suficientemente o que el ciudadano no pueden pagarse por sí mismo. Las máquinas hacen que cada vez se necesite menos personal público para las tramitaciones y la burocracia; lo que no pueden sustituir son los servicios personales. Y no parece que las convocatorias de empleo que se están celebrando tengan en cuenta ese escenario. ¿Alguien ha pensado, por ejemplo, en tener matemáticos o físicos capaces de desarrollar los algoritmos que se utilizan en las grandes empresas privadas para saber cuántos puestos de atención al público se necesitan en cada momento o para calcular cada día la dotación de sanitarios de una localidad turística en función de su población flotante?
El problema más grave, en cualquier caso, no está en las contrataciones sino en cuantos se quedan fuera. Miles de jóvenes de la región, realmente capacitados aunque no consigan una plaza, que siguen buscando su encaje en el mercado laboral y no lo encuentran. Una fuerza de trabajo que, de ser aprovechada, colocaría a España en una posición muy destacada. Si podemos competir teniendo mano sobre mano a tres millones de jóvenes en edad de trabajar –que es como hacerlo con un brazo atado– no sabemos a dónde podríamos llegar como país si fuésemos capaces de darles a todos ellos un empleo y no en la Administración precisamente.
Los jóvenes demuestran ser inteligentes. El salario medio en el sector público es hoy más alto que en el sector privado y la responsabilidad profesional es cero. Basta un poco de aguante a las miserias del puesto. Yo con 25 años menos hacía una oposición.