¡Vente para España, Walter!

La población española se estira y se encoge como un chicle. Nacen muchos menos niños de los que serían necesarios para reemplazar a los que mueren y, sin embargo, somos medio millón más de habitantes cada año. Ya ocurrió durante el boom económico de comienzos de siglo y, cuando estalló la burbuja, cientos de miles de trabajadores extranjeros desaparecieron de la noche a la mañana.

Esos españoles fijos-discontinuos representan, mejor que la EPA o el paro registrado, la evolución del país y, por supuesto, la del curro. Nunca han visto una estadística de empleo, pero lo huelen a distancia. Saben de inmediato allí donde se necesitan trabajadores y acuden al país por tierra mar y aire, porque sus redes les avisan con más rapidez y eficacia que el Servicio de Empleo. Aquel ‘Vente a Alemania, Pepe’, de cuando las cartas autógrafas aún no habían sido sustituidas por los mensajes de texto se ha convertido ahora en un ¡Vente p’a España, Walter!, porque siete de cada ocho nuevos contratos son para ellos y tenemos que estarles agradecidos, ya que solo así tenemos la posibilidad de mantener vivos varios sectores, además de convertirse en la tabla de salvación de las pensiones, que según el Banco de España necesitarán la llegada de nada menos que 24,5 millones de trabajadores extranjeros hasta el 2050 si aspiramos a que sean sostenibles. 

Sin tener en cuenta esa aportación indirecta a las pensiones, su aparición sostiene sectores enteros, como el turístico –que a su vez sustenta el país– la construcción, la pesca, la agricultura intensiva o el cuidado de las personas mayores, que en no mucho tiempo vamos a ser todos, porque la evolución de la natalidad es catastrófica desde hace muchos años (la menor de Europa en tasa, y probablemente del mundo). Así que España como país depende de quienes no son españoles.

Los trabajadores extranjeros que llegan en tropel no necesitan estadísticas para saber cómo va el mercado laboral en España

Yo ni siquiera tenemos frailes que puedan atender un bastión de la Cristiandad como es Santo Toribio y su Lignum Crucis. El Obispado ha prometido tenerlo atendido, pero lo cierto es que si los franciscanos abandonan porque los tres frailes que atendían el monasterio tienen una edad media de 76 años, en el resto de la diócesis la media no es mucho más joven, y cada cura, convertido en un estajanovista de misas y funerales, tiene que repartirse por más parroquias de las que le da la vida. El resultado es que acabaremos reclutando curas africanos, asiáticos o sudamericanos, que no serán suficientes, y el Vaticano tendrá que pensarse ya en dar paso a las monjas, que también llegarán de fuera.

Sirva ese aldabonazo de los franciscanos en un símbolo como Santo Toribio a modo de ejemplo de lo que está pasando en otros ámbitos. En nuestra medicina primaria son cada vez más numerosos los médicos hispanoamericanos; en la construcción son los extranjeros del Este y del Oeste los que sostienen la actividad, y en la pesca, los africanos. España tiene en estos momentos más de 21 millones de personas trabajando, un cifra impensable hace años, y en Cantabria la tasa de paro ha bajado al 7,8%, la menor del país, y que prácticamente significa el pleno empleo, porque ni siquiera en las épocas de euforia económica hemos conseguido rebajar estas tasas.

Eso no impide que sigamos oyendo o leyendo sobre la necesidad de crear más empleo, un nuevo tic, como el de quienes siguen hablando del carísimo precio de la energía cuando en este trimestre hemos tenido el precio medio más bajo que se recuerda. La misma pereza mental lleva a muchos periodistas a titular que se reduce la creación de empleo o se frena la disminución del paro, sin pensar en que, una vez que trabaja todo el que quiere trabajar, los descensos son imposibles. Parece obvio, pero seguiremos leyéndolo y oyéndolo.

España en estos momentos no necesita mucho más empleo, como lo demuestra que los que se crean están cubiertos en su inmensa mayoría por extranjeros, lo que necesita son mejores empleos. Puestos de trabajo  de más valor añadido que se correspondan con una población laboral donde los licenciados son mayoría. Es curioso que, después de haber hecho semejante esfuerzo económico y vital (en años de formación de millones de jóvenes) llevemos décadas sin encontrar la forma de sacarle partido, algo que como país nos debería llevar a reflexionar. Si no podemos curar la enfermedad, al menos podríamos tener un diagnóstico para saber qué clase de circunstancia nos condena a esta escasa productividad. Y no, no es la política, porque es un problema atávico. Con Franco ya había tres millones de españoles en la emigración, y por entonces el censo nacional de trabajadores apenas sobrepasaba los diez millones de personas. Luego, aunque la democracia apostó por llenar el país de universidades, seguimos sin saber cómo crear suficientes puestos de trabajo para ese nivel formativo y así continuamos hoy, haciendo camas para turistas. Todos los trabajos son dignos pero el problema es que el resultado no se corresponde, ni de lejos, con la inversión que hemos hecho en formación.

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