Vocación de maestro
Uno de los asuntos más controvertidos en España es la educación, aunque los debates siempre se han quedado en la superficie, en si la nota de religión debía computar o no, si Educación para la Ciudadanía era una asignatura ideológica o formativa o cuántas deben ser las horas de Lengua, de Matemáticas o de Filosofía. Cuando quienes debaten son los profesores, lo importante pasa a ser una reducción más de la ratio de alumnos por aula, los recursos económicos o la jornada lectiva de junio. Y, por supuesto, si se debe pasar el curso con asignaturas pendientes. De la calidad propiamente dicha no se habla nunca, salvo cuando llegan los malos datos de PISA, y de refilón.
Quizá haya que empezar por abajo, y no por arriba. El libro que acaba de publicar Luis Bolado, maestro durante varias décadas en el Colegio San Agustín de Santander no pretende reformar la política educativa (aunque deje entrever sutilmente los errores de enfoque); se limita a ofrecer algunas reflexiones basadas en su propia experiencia de docente que permiten ver dónde está el problema. Él lo planteó más de una vez en los claustros de profesores: “Qué preferís, una formación en conocimientos o una formación en valores?”, y asegura que la respuesta fue siempre unánime: Todos los profesores deseaban convertir a sus alumnos en personas con valores y con capacidad de discernir. Sin embargo, al día siguiente, todos seguían aplicando el didactismo tradicional, trasladar conocimientos y examinar únicamente de esos conocimientos. Todas las demás circunstancias (la evolución del alumno en las clases, las diferentes capacidades de unos y otros o su resiliencia) quedaban al margen, porque lo que finalmente importaba era el examen y ahí se juzga única y exclusivamente si el alumno es capaz de reproducir los conocimientos que el profesor pretende trasladarle.
El libro destila la sensación de que el sistema no consigue superar las inercias tradicionales por muchos cambios de leyes o por muchas tecnologías de apoyo que tengan profesores y alumnos. A día de hoy, el 90% de la formación se sigue basando en la escritura, lo cual me lleva a recordar unas declaraciones de la responsable de Educación de Nueva York, que después de haber pasado varios años de su carrera profesional en España, ponderaba la calidad de la enseñanza en nuestro país pero se extrañaba del desprecio que mostramos ante un recurso para ella vital: la oralidad. “El ser humano aprende mucho más cuando lo habla”, decía, consciente de que no resulta fácil mantener la atención del alumno en materias arduas y, en cambio, no le queda más remedio que procesar esa información si se obligado a reflexionar verbalmente sobre ella.
El libro de Bolado hace reflexionar sobre si los cambios educativos deben hacerse desde arriba o desde abajo
En la formación española, básicamente, se escucha. Las clases doctorales de la Universidad no son muy distintas a las que se impartían hace diez siglos, cuando el profesor tenía el único libro existente y los alumnos solo podían tomar apuntes. Ahora todos tienen los libros y unas fuentes infinitas de información complementaria en Internet, pero nos resistimos a cambiar el modelo, igual que nos empeñamos en someter a los chicos a jornadas matinales interminables, con un breve descanso, cuando en cualquier congreso o jornada profesional, los adultos pedimos ir acabando cuando no han transcurrido más de cuatro horas (con coffee break entre medio) “porque ya estamos cansados”.
No solo exigimos a los hijos sesiones maratonianas que los padres no estamos dispuestos a aguantar sino que reclamamos que, tras salir de clase y acudir a otras formaciones complementarias (música, deporte, pintura…) tengan deberes, extendiendo su jornada hasta la hora de la cena. El libro de Bolado solo propone ser muy moderados con los deberes, quizá por no entrar en un debate tóxico entre quienes defienden que las clases son suficientes y los que creen que esa disciplina debe continuar en casa, aunque se trate de tareas repetitivas y, en bastantes casos, sean los propios padres los que acaban haciéndolas, algo que Bolado reconoce como habitual. Una situación ridícula, como es obvio.
El libro, en cualquier caso, no pretende poner en cuestión lo que se hace sino cómo se hace. Reflejar los problemas a los que se enfrenta el docente y su experiencia al manejar grupos de niños con autoridad pero sin autoritarismo, trasladándoles la responsabilidad.
El ser humano se tiene que enfrentar en la vida a muchas decisiones, pero todo el sistema formativo se basa en modelos tan cerrados que, incluso cuando se le deja elegir, el niño hace lo que cree que el profesor espera, porque desde su primer contacto con la escuela el planteamiento ha sido conducir a un grupo heterogéneo por unas vías muy estrechas para, una vez homogeneizado, hacerlo manejable. Quizá sea lo más sencillo para el profesor, y Bolado recuerda cómo se tuvo que enfrentar a menudo a la tentación de elegir esa solución y cómo la experiencia le demostró que el camino incómodo puede acabar por resultar más gratificante, hasta el punto que siempre se sintió más satisfecho de aquellos cursos en los que parecía no haber tenido suerte en el reparto de los chicos.
Estas reflexiones y recomendaciones prácticas de un maestro jubilado no llegarán a la alta política pero deberían ser leídas con atención por muchos otros docentes, incluidos los que, desde la Consejería de Educación, los tutelan. Hay muchas cosas que cambiar en la educación española y el problema no está en las horas lectivas de Lengua o en disponer de pizarras digitales. Bastantes de ellos se resolverían teniendo un maestro con tanta vocación como Bolado, porque al profesorado llega mucha gente que en realidad quería ejercer otra profesión, y solo el maestro puede extraer de cada alumno lo que tiene o acomodarse al ‘café para todos’ de quien no muestra ningún interés por estimular las distintas capacidades de cada uno.