DON ALVARO; Pombo, por supuesto

Por Rosa Pereda

Sólo ha habido dos novelistas españoles a los que todo el mundillo literario llamaba de don, aunque se les tuteara. Uno era Don Juan Benet, a diferencia de los otros dos juanes, Goytisolo y García Hortelano -que por su bonhomía y sentido del humor a veces, en confianza, era Juanito. El otro es Don Alvaro Pombo. 

Yo creo que es Don Alvaro desde que llegó a Madrid en 1977, y no sé bien quién se lo impuso. Ahora pienso que Javier Marías, que era muy dado a marcar las diferencias, pero pudo ser Jaime Salinas, que ejercía de sutil árbitro socioliterario desde la recién renovada editorial Alfaguara. Y Don Alvaro, que ya había publicado dos libros de poemas, aterrizó en los madriles en las mejores manos: las de Rosa Regás y su estupenda editorial, La gaya ciencia, que publicó los Relatos sobre la falta de sustancia, 

El libro fue ya un acontecimiento. Tenía 38 años, volvía de una década larga en Londres, donde, según nos contó había ejercido muchos oficios (“he sido señora de la limpieza”, nos dijo una noche de cena) y todavía estaba muy lejos el recientísimo Premio Cervantes, fallado hace pocas semanas y que le será entregado el próximo 23 de abril. 

No es el primer santanderino en obtener el Cervantes, pero sí el más. A ver, lo tuvieron Gerardo Diego, ex aequo con Jorge Luis Borges, en 1979, y Pepe Hierro en el 98. Es verdad que José Hierro había nacido en Madrid, pero desde los dos años vivió en Santander, y, como tantos otros santanderinos, y santanderinas, con esta ciudad en el alma, aunque viviera en Madrid o en Sebastopol, volvía continuamente y de aquí se sentía, y me consta. Tenía casa en la calle Cádiz, y sus cenizas reposan en el Panteón de Hombres Ilustres de Ciriego.  Y también es verdad que Gerardo Diego reunió en una antología de más de 300 páginas sus poemas sobre, de, con, sin, esta ciudad: Mi Santander, mi cuna, mi palabra, y quién no hace suyo este título, este sentimiento. Pero lo de Don Alvaro es distinto. 

Desde que apareció El héroe de las mansardas de Mansard, la primera gran novela de Don Alvaro, premio Anagrama 1983,  y una de mis favoritas, se veía que un Santander muy especial iba a latir en toda su narrativa. Porque latía en su memoria. Y ya sabemos que la memoria es la materia de la novela. Más, la de una novela de iniciación y de infancia, que como todas las infancias, se remodela y se cura cuando se narra. Esa escalera que según mi recuerdo de lectora marcaba los recorridos del crío protagonista, tiene nombres y apellidos de edificio y calle santanderinos: el Muelle 35, para entonces ya el Paseo de Pereda 35, aunque se le siguió llamando el Muelle muchos años. Nombre y apellido que también tiene la penúltima novela de Don Alvaro, Santander 1936, quizá pura memoria recibida, quizá una especie de buceo en lo anterior a sí mismo. Los hechos de que habla Pombo suceden antes de su nacimiento, pero por su dramatismo, habrán estado presentes toda su infancia, y los cuenta sin escamotear nombres y apellidos reales. Como aquel que cuenta y explica sus propias raíces. Con ella, de momento, que no sé de qué va la que está escribiendo, cierra lo que Alejandro Gándara  llamó “el ciclo de Santander”, que incluye una que a mí me gusta mucho: Donde las mujeres. 

Donde las mujeres (1997) está contada por una mujer. Ella narra su infancia y la casa en que esta transcurre, y su desaparición. Es de la estirpe de El gatopardo.  Como la de Lampedusa, es una de esas novelas que cuentan lo que fue y ya no es, cuando lo que fue es una familia aristocrática santanderina y un mundo que desaparece. Porque también es la historia de un expolio que se parece mucho al inexorable expolio del tiempo. El tiempo perdido, que acuña y funda Proust,  El ciclo de Santander, en Don Álvaro significa el ciclo de la iniciación y, más aún, el ciclo de la memoria, y de la reconstrucción de la memoria. Porque no es difícil identificar a esa familia apegada a un pasado más glorioso, en este caso a un cosmopolitismo bien reconocible; ese tiempo exterior húmedo de posguerras más que de meteorologías; en fin, esa sociedad peculiar en la que respira, y de la que, como alguno de sus  personajes, se libera, un Álvaro Pombo que, lejos de vivir sin su historia, la reconduce en estupendas novelas. 

El núcleo de Santander 1936 es la que fue, quizá, la jornada más dolorosa de la guerra civil en esta ciudad. La del 27 de diciembre de 1936, una jornada sombría que se abrió con el primer bombardeo nazi del centro urbano, que se cebó en el Barrio Obrero del Rey y en el almacén de curtidos Mendicouague, y se cerraría con la muerte de buen numero de presos del barco prisión, Alfonso Pérez. Aquel primer bombardeo de la Legión Cóndor fue un domingo, en plenas navidades, y dejó un saldo de 64 muertos, muchos de ellos niños.  Lo que pasa después es mucho más conocido. Según dicen los historiadores, “un grupo de incontrolados” perpetra una terrible represalia. Asaltan el barco prisión Alfonso Pérez y matan a 154 presos políticos. Entre ellos estaba Alvarín Pombo, por el que Don Alvaro, que nacería tres años más tarde, lleva el nombre. Tenía 18 años y su crimen era ser falangista. La novela de Don Alvaro ficciona la manera de vivir de estos chicos, señoritos del Muelle, y sus familias, su familia, y retrata un mundo que va del cotidiano a la frivolidad, pero sobre todo personaliza la tragedia. Sin maniqueísmo. Con ese Santander que se disuelve, y, como dice Don Alvaro, con el mar como fondo. 

Y ahí están Cayo Pombo y Anita Caller, que protagoniza alguna otra historia suya, los abuelos que fundan su memoria, inseparables del Santander recuperable y recuperado. Disfrazados o con su nombre, personifican ese mundo perdido, pero son las piedras sillares del mito en que se convierte la ciudad en la literatura de Don Alvaro. Por eso, aunque sea el tercer Cervantes santanderino, es más. Porque ha levantado un mito con esta ciudad y, después de leído, ya no podemos mirarla igual.

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