La huida del tiempo
Entre otros defectos que han generado mucha literatura barata pero que no vienen al caso, los periodistas arrastramos algunos males desde finales del fatídico siglo pasado. Más o menos desde que la tarjeta de crédito fuera santificada como el único placer no pecaminoso; desde que la música popular, o un ruido parecido, dejara de ser un referente cultural; desde que el muro de Berlín se viniera abajo sin que ningún espía, tertuliano, analista, profeta o quiromántico lo anunciara de antemano y desde que la codicia colectiva, en perfecta conjunción con la indiferencia individual, consagraran al capitalismo como la única ideología no solo posible sino también justa y necesaria.
Fue en los finales de los 80 y principios de los 90, con el primer esplendor de Diana de Gales en las portadas de toda la prensa del corazón; los tiempos de la decadencia y posterior desaparición de semanarios tan prestigiosos como Triunfo, Cuadernos para el Diálogo o El Viejo Topo; la época en la que, como caracoles tras una brusca tormenta otoñal, surgieron los suplementos semanales de los periódicos dedicados a la gastronomía, las cremas hidratantes, la decoración de interiores, los consultorios psicológicos, la restauración de muebles, la jardinería, el bricolaje, la guía de espectáculos, el turismo y otros asuntos por los que el periodismo se ha extendido para obtener ingresos publicitarios de liposucciones, maceteros, jacuzzis, aumentos de bustos, hoteles con encanto y demás delicias consumistas, ya que no todos los medios, para su infortunio, se pueden permitir el lujo de vivir de los, cada vez más explícitos y abundantes, reclamos publicitarios de contactos, relax y demás prostituciones.
Uno de estos males, tal vez el más sangrante, sobre todo para los que llevamos toda una vida ejerciendo este desprestigiado oficio, fue el descubrimiento de que los medios de comunicación solo podían crecer halagando al público. Un público cuyo tiempo libre podía ser totalmente ocupado por esos medios siempre que dedicaran menos espacio a la reflexión y más a los métodos de atontamiento generalizado puestos ya en práctica por el oráculo de nuestro tiempo, la sacrosanta televisión. Esta tendencia –me temo que irreversible – puede confirmarse también atendiendo a la enorme cantidad de revistas de la mal llamada prensa del corazón que pueden encontrarse en los kioskos o navegando en internet, ya que basta con deslizarse un ratito por Youtube para percibir que los vídeos más pinchados suelen estar relacionados con la enorme cantidad de sandeces que hace la gente para llamar la atención o las andanzas de Paris Hilton, las hermosas y conmovedoras disputas dialécticas que, para nuestro deleite intelectual, suelen mantener, una semana sí y otra también, la Belén Esteban y la Mª José Campanario o con alguna de las brillantes y delirantes declaraciones de los menos brillantes y delirantes tertulianos que se arrastran en programas televisivos como Sálvame, Salsa Rosa, o Dónde Estas Corazón.
Los medios de comunicación occidentales, renunciando a ciertos principios que no garantizaban su rentabilidad fueron gestando lenta, muy, muy lentamente, un monstruo que ahora mismo nos está devorando. No a mordiscos sino con la constante, monótona y perezosa estupidez de los personajes que nos empobrecen la vida: cantantes clónicos, folklóricas momificadas, políticos huecos, artistas estúpidos, putas declaradas, delincuentes laureados, dirigentes neciamente similares, actores que jamás han actuado, famosillos que jamás han trabajado, tontos que no solo hablan demasiado sino que lo hacen desde demasiadas tribunas… Todos bien arremolinados en la grasienta disputa de su recompensa mediática, vanidosa y monetaria. Hemos dejado que el mercado terminara dictando las reglas y resulta que si lo que el sacrosanto mercado demanda son las peripecias del hijo de la Pantoja, las alucinantes correrías de algunos toreros pasados de frenada, los escarceos sexuales de los participantes en algún concurso televisivo, los quehaceres cotidianos de los jugadores de fútbol mejor remunerados, las sinsorgadas con las que habitualmente se pronuncian nuestros políticos o los novios que le rondan los dineros a la Duquesa de Alba, pues nada, la Duquesa de Alba y demás especímenes de desayuno, de comida, de merienda y de cena. Todos ellos en alegre comandita copando los medios de comunicación con sus disputas sentimentales, sus exclusivas, sus escándalos, su insulsa palabrería o con sus interminables chorradas. En fin que, visto lo visto, dan ganas de colgar la chapa, pasar el relevo laboral a las siguientes generaciones y dedicar el resto de los días a trapichear costo, vender bisutería barata o aderezar ensaladas con pescaíto frito en algún minúsculo pueblo de nuestra arrasada costa mediterránea; ya saben, por eso de que a la vejez lo que los huesos reclaman es un mínimo, solo un mínimo, de calor.