Corcho: 150 años de historia industrial
Han pasado 150 años desde que Domingo Corcio transformó en un taller de metalistería la fragua que su padre, un inmigrante italiano llamado Giuseppe, había instalado en Santander. El proceso que convirtió aquel pequeño negocio de la calle San Francisco en la fábrica de cocinas que ahora se asienta en La Reyerta permite reconstruir buena parte de la historia industrial de Cantabria, con sus épocas de expansión y de crisis. Y es que Corcho –hoy BSH– es un magnífico ejemplo de todos sus avatares.
El hecho de que el fundador se casase con María del Carmen Zárraga, perteneciente a una familia de industriales bilbaínos y con unas estrechas relaciones con el primer Marqués de Comillas, propiciaron que el taller adquiriese pronto unas dimensiones relevantes y comenzase a hacer trabajos fuera de la provincia.
En 1872, cuando Domingo Corcho, que hacía algún tiempo había castellanizado su apellido, convierte la empresa en una sociedad regular colectiva, en la que participan sus hijos Lino y Leonardo, ya fabricaban bombas para pozos, herramientas, piezas de fundición, canalizaciones, material de hidroterapia y otros productos metálicos bajo pedido. Y con ellos ganaban premios en exposiciones a las que acudían por todo el país.
El negocio naval
Los Corcho, según relata Fernández Acebo, no parecían ajenos a ninguna novedad. El taller acometía todo tipo de productos y cambió varias veces de emplazamiento, pero su notoriedad se multiplicó cuando sus técnicos fueron llamados para el reflotamiento de un buque francés hundido en la bahía. Su capacidad de ingeniería daba lugar a encargos cada vez más importantes y variados, como las máquinas de vapor construidas para las minas de Orconera o las barcas destinadas al transporte de pasajeros en la bahía de Santander, su primera incursión en el sector naval. Estas embarcaciones se hicieron en otras instalaciones, los talleres de la Rampa de Sotileza, que Corcho mantendría durante muchas décadas. Entonces, este emplazamiento se encontraba muy próximo a la Bahía y, como ahora, muy cercano también a la estación de Renfe. Probablemente eso le propició un nuevo negocio en las últimas décadas del siglo XIX: el mantenimiento de los trasatlánticos que llegaban a Santander.
En 1888, los Corcho también eran responsables de la tecnología hidráulica de 76 balnearios españoles. Gracias a la reiterada presencia en exposiciones habían conseguido que prácticamente todas las estaciones termales del país les adquiriesen tanto los sistemas de hidroterapia como las cocinas.
La historia de Santander y de España tiene mucha influencia en la evolución de la compañía. En 1893, la explosión del vapor ‘Machichaco’ en plena Bahía produjo graves daños en las instalaciones que Corcho tenía en la calle Méndez Núñez y la obligó a reagrupar las actividades en la Rampa de Sotileza. Pocos años después, con motivo de la Guerra de Cuba, fue la encargada de acondicionar toda la flota que el Marqués de Comillas puso a disposición de la Corona para colaborar con la Armada Española en el conflicto y, perdida la guerra, Corcho se encargó también del trabajo inverso, el reacondicionamiento de los barcos para su uso civil.
En 1901, en plena expansión, los hermanos Lino y Leonardo adquirieron a la familia Pombo las marismas que poseían al sur de su finca familiar de Cajo. Los Corcho no tenían un destino claro para los terrenos, pero sus necesidades se multiplicaban. Por entonces, fabricaban ya veintiséis modelos de cocinas económicas, en cuatro tamaños diferentes para cada modelo, con sistemas complementarios de agua caliente y calefacción, además de un extenso catálogo de grifería, radiadores, válvulas, engrasadores, bocas de riego, cisternas, bombas, sanitarios, etc.
Por todas partes aparecían los aparatos metálicos de Corcho: En el mobiliario urbano de las calles, en viviendas particulares, en balnearios, hospitales, colegios o asilos. También el Palacio de La Magdalena se equipó con sus cocinas, que incluyeron un sofisticado asador rotativo con motor de humo para aves y caza.
El control de los Astilleros de San Martín
Tras la enorme decepción que sufrió España con la Guerra de Cuba, el país acometió el Plan de Escuadra, destinado a renovar la flota, y eso volvió a suponer una importante carga de trabajo para los talleres santanderinos, donde se fabricaron muchas de las piezas metálicas de las nuevas construcciones navales. Era una plataforma inmejorable para hacerse con los Astilleros de San Martín, que se encontraban en crisis. Fundados por el ingeniero Eduardo López Dóriga, habían sido pioneros en las construcciones navales de hierro y hélice, pero los innovadores no siempre son coronados por el éxito empresarial y en ese momento, la mayoría de las acciones estaban ya en manos de Leonardo Corcho. De esta forma pudo hacerse con facilidad con un emplazamiento que resultaba muy adecuado para sus talleres, además de sumar una nueva fundición y gradas para la construcción naval.
El nuevo negocio se encontró con un aliado magnífico: el estallido de la Primera Guerra Mundial, lo que le proporcionó un sinnúmero de barcos para reparar y transformar. Todo era útil en aquel momento para alimentar el conflicto y a las poblaciones que lo sufrían y cualquier artefacto que flotase se pagaba a buen precio.
Además, los Corcho decidieron reanudar la fabricación de equipos para el aprovechamiento de la energía hidráulica que había iniciado López Dóriga en el astillero y que encontraba un mercado cada vez más amplio, ya que a su uso en los molinos harineros y talleres mecánicos se unía, por entonces, la demanda de las nuevas centrales eléctricas que empezaban a multiplicarse en los cursos de los ríos.
A los tradicionales talleres de la Rampa Sotileza y del Muelle y al astillero de San Martín se unió, por entonces, otra actividad: la fábrica de esmaltería que los Corcho abrieron en las marismas que habían comprado en La Reyerta.
Hasta ese momento, los vientos de la historia parecían soplar siempre a favor de la empresa santanderina, pero eso cambió en 1929, cuando la crisis económica mundial afectó a todos sin distinción. El libro de Fernández Acebo, editado por BSH con motivo de su aniversario, pone de relieve los graves problemas de actividad que empezó a padecer la empresa y que continuaron hasta que fue militarizada al comienzo de la Guerra Civil española y dedicada a la fabricación y reparación de armamento, primero para el Ejército Republicano y más tarde, cuando Santander cayó en mano de los sublevados, para el Nacional.
La Trasatlántica compra la empresa
Al acabar la guerra, los viejos talleres de Sotileza fueron demolidos para la construcción del Pasaje de Peña y las actividades que Corcho mantenía allí fueron trasladadas a la fábrica de La Reyerta, ampliada para ello. Por entonces, la empresa tenía una plantilla de 560 obreros y 70 empleados, repartidos entre la nueva factoría y los Astilleros de San Martín.
Las expectativas de la posguerra no se cumplieron. Huérfana de materiales y de una clientela con capacidad de consumo, la empresa no se recuperó y en 1949 los Corcho acabaron por vender sus acciones a los Marqueses de Comillas, con los que mantenían una estrecha relación desde mediados del XIX. Su Compañía Trasatlántica aprovecha la absorción de Corcho para convertir los Astilleros de San Martín en una base estratégica para sus barcos, mientras que mantiene en la fábrica de La Reyerta la producción de todo tipo de cocinas, mesas calientes, aparatos sanitarios, griferías, cisternas, depósitos, vagones, grúas y hasta carros de artillería, una actividad heredada de los tiempos de guerra.
En 1956 esta nueva Corcho introduce en España la fabricación de cocinas de gas y eléctricas propiamente dichas, ya que las anteriores eran de carbón adaptadas. Pero se mantenían las dificultades para obtener materia prima y, en cambio, comenzaba a aparecer la competencia extranjera. Todas las actividades se resentían pero, especialmente, los astilleros.
Venta de los astilleros
A pesar de tratarse de una naviera, la Trasatlántica parecía convencida de que los nuevos tiempos serían mejores para el equipamiento doméstico y hostelero que para el sector naval y concentró sus esfuerzos en multiplicar los aparatos de cocina: desde las industriales a las nuevas gamas domésticas, pasando por las picadoras de carne, máquinas de café, batidoras, mezcladoras, lavadoras, lavavajillas, freidoras eléctricas, gratinadoras…
Pero una de las dos patas del negocio flaqueaba cada vez más: Las cargas financieras de los astilleros se disparaban y finalmente, en 1962, la Trasatlántica optó por venderlos a la sociedad belga Basse Sambre. Corcho se quedaba únicamente con el negocio de las cocinas y se alejaba de la actividad naval. En medio siglo había construido más de medio centenar de barcos en las gradas de San Martín y reparado varios centenares más.
Tampoco en la fábrica de Peñacastillo las cosas iban bien y de la multitud de gamas de aparatos que históricamente producía, la Trasatlántica decidió concentrarse en las cocinas. Pero ni siquiera éstas resultaban rentables, por los altos costes financieros que provocaba el fuerte endeudamiento que había acumulado la empresa y por la escasa adecuación de la maquinaria a los nuevos modelos.
En cualquier caso, el mercado pedía cocinas y, en concreto, cocinas de gas. El butano se empezaba a imponer en España. Corcho se lanzó a fabricar con patentes ajenas numerosos modelos de cocinas y estufas de gas y extendió una red técnica y comercial por todo el país, que trató de rentabilizar con la adquisición de otros electrodomésticos, fabricados por terceros, a los que incorporaba su marca.
Sin embargo, la compañía santanderina no era capaz de moverse a la velocidad que en esos momentos llevaba el mercado. Su fábrica estaba mal estructurada para los nuevos tiempos y, cuando finalmente consiguió renovar el utillaje, buena parte de lo repuesto se ha quedado ya anticuado. La empresa seguía siendo fuerte en las cocinas económicas, que conservan una demanda significativa durante años, y mantenía un mercado muy aceptable en hostelería, sanidad y en cuantos lugares necesitaban grandes cocinas, pero no puede evolucionar al ritmo de las cocinas de gas domésticas y las estufas, donde la vigencia de los modelos era de apenas dos años.
El Grupo Orbaiceta
A la vista del oscuro horizonte, los accionistas decidieron poner la compañía en venta en 1969. Con la salida de Trasatlántica abandonaban también la dirección de la empresa los últimos sucesores de la familia Corcho que permanecían vinculados a ella.
El comprador fue el empresario navarro Ignacio Orbaiceta, un antiguo ciclista que comenzó por fabricar bicicletas y ciclomotores con la marca Ser y, para cubrir los bajones estacionales de ventas, complementaba su producción con una línea de estufas de butano, la Super Ser, que tuvo un gran éxito. Eso le derivó hacia los electrodomésticos y en ese ámbito fue haciéndose con marcas que en los años 60 brillaron con luz propia, pero a las que se les había atragantado el cambio de década.
En 1970 adquirió la fábrica navarra de estufas Agni, la empresa cántabra de cocinas Corcho y la Crolls, que producía lavadoras, secadoras y frigoríficos. Con este paquete en la mano estaba en disposición de poner en el mercado una línea completa de electrodomésticos. Aunque Corcho conservaba su personalidad jurídica, sus marcas, como las que aportaban las otras empresas del grupo, fueron distribuidas entre las distintas fábricas en función de las necesidades comerciales o logísticas. Así, había una gama completa de electrodomésticos Corcho y las otras factorías del grupo podían contar, a su vez, con cocinas rotuladas con su marca, aunque salieran de Santander.
Fueron buenos años para la fábrica, con una plantilla de 1.200 trabajadores. En 1972 comenzó a producir una cocina vitrocerámica bajo licencia norteamericana, pero el mercado aún tardaría dos décadas en apreciar esta novedad.
La crisis de los 80
En los 80 las cosas fueron muy distintas. La crisis económica, el descenso brusco en el ritmo de edificación y el alto nivel de equipamiento que ya tenían las cocinas españolas hizo que todo el sector de electrodomésticos padeciese los efectos de una dramática sobrecapacidad. Corcho, por sí sola, podía producir más cocinas de las que compraban los españoles en ese momento. Todo el Grupo Orbaiceta entró en crisis y, para no dejarlo caer, el Gobierno de Navarra se vio forzado a adquirirlo. Corcho desapareció como entidad independiente dentro del grupo y su patrimonio, como el de todas las demás fábricas, pasó a SAFEL, una sociedad instrumental de capital público.
Aunque hay que agradecer al Gobierno navarro que la subiera en el único carro que podía garantizar su continuidad, la empresa cántabra perdió en ese periodo cerca de 700 trabajadores (se quedó con solo 500) y los productos más innovadores, como las vitrocerámicas, que se trasladaron a otras fábricas más cercanas al accionista.
Después del proceso de reflotamiento, el Gobierno navarro privatizó el grupo y eligió como nuevo propietario a la sociedad conjunta creada por las multinacionales alemanas Bosch y Siemens para operar en el campo de los electrodomésticos (BSH). Un grupo muy potente que, aunque redujo la plantilla de la fábrica santanderina a 350 empleados, la convirtió en su planta de referencia en el campo de cocción a gas. En la actualidad produce más de 600.000 cocinas y encimeras al año, que salen al mercado con su marca tradicional y con otras que también son patrimonio del grupo, como Balay, Superser, Crolls, Siemens, Bosch, Linx, Neft o Ufesa.
Cuando se cumplen 150 años de su creación, Corcho es sólo una marca, pero su herencia ha dejado en Santander una gran fábrica de cocinas, por la que han pasado siete u ocho generaciones de trabajadores y ha contribuido como pocas otras a hacer confortables los hogares españoles.
La planta se ha convertido en el centro de desarrollo de productos de BSH en el campo de la cocción y lanzó el año pasado la primera encimera electrónica de gas fabricada en España. Si en algún momento quedó técnicamente relegada con respecto a las otras del grupo, hoy sus procesos están altamente automatizados: una máquina tridimensional de corte por láser hace el trabajo de los troqueles en muchas de las piezas; otra máquina corta y premonta las tuberías de gas a diferentes longitudes y las encimeras se embalan y etiquetan sin la ayuda de nadie.
Domingo Corcio probablemente no llegó a imaginarlo, pero nada de lo que hay ahora en la empresa que fundó hace siglo y medio es ajeno a su desbordante capacidad para adoptarse a todas las novedades de la ingeniería.
Mi padre trabajó en esa fábrica encargándose de enviar la producción. En los 80 fue despedido, y trabajó como representante para Grunding, Elbe, Indesit y LG que yo recuerde, además de para Consorcio (gracias a Carmelo B., muy querido por mi familia). He entrado en esta página para ver si veía una antigua foto de la fábrica, porque ahora cada vez que paso con el coche y la veo, le recuerdo trabajando ahí. El falleció en el año 93, con 53 años, y no puedo evitar decir: «Adiós, papá», porque aunque se mantenga tan poco de las antiguas instalaciones de Corcho, Agni y Super Ser, aún permanece la parte del edificio en la que él trabajó, arquitectónicamente igual. Me preguntaba si podrían poner una foto de los 70, con todos los camiones que había en la entrada para llevar las cocinas a toda España. Qué duras eran las carreteras por entonces! Mi padre tuvo que ir a funerales de muchos camioneros, y la fatalidad hizo que un accidente de tráfico se lo llevara a él también. Mi familia nunca olvidará Corcho.