Editorial
Este estado de rabia colectiva ya no es una cuestión de clase ni de ideología. Se ha generalizado de la extrema izquierda a la extrema derecha del espectro político y a lo largo de toda la escala social. Basta que un partido convoque a sus bases y les deje votar libremente para que el resultado sea exactamente el contrario del que pretendían sus dirigentes. Eso, que antes solo pasaba en el PSOE, cuyos militantes tienen más interiorizado el sentido de la oposición interna que la batalla con otros grupos, se ha extendido, y un buen ejemplo es lo que está ocurriendo en todas las elecciones convocadas por los empresarios. En la CEOE nacional, Rosell, que había barrido en la recolección de avales, a punto estuvo de perder frente a un casi desconocido Garamendi. En Cantabria, la presidenta Gema Díaz ni siquiera logró los avales necesarios para presentarse, porque las asociaciones sectoriales apostaron por Vidal de la Peña más por oponerse a lo existente que por el programa del candidato alternativo. El impresentable proceso electoral de las Mujeres Empresarias, que probablemente ha roto las relaciones internas en la Asociación por muchos años, vuelve a evidenciar esa rabia, que lleva a votar contra lo que está, da igual quien sea o lo que represente.
Esa pulsión es la que da alas a Podemos, lo que lleva a muchos catalanes al independentismo y lo que impide hacer cábalas sobre cualquier cosa a corto plazo. Un desasosiego que solo es producto de la angustia, de ver que ninguna de las soluciones que cada uno busca para su vida da resultado, y mucho menos las que ofrecen los políticos.
El problema es que sin ese crédito social llamado confianza nada funciona y la rabia lo ha hecho desaparecer. Como en los equipos de fútbol que están en riesgo de descenso, podemos despedir a todos los entrenadores del mundo, que mientras no cambien el resto de circunstancias el equipo no se salva. Aunque lancemos mil veces la bolita en la ruleta dispuestos a aceptar cualquier resultado, por muy alocada que parezca la alternativa, no nos vamos a topar con la solución a la crisis existencial que vive el país, porque esto no es la lotería. No se puede seguir haciendo lo mismo, porque no da resultado, pero darle una patada a la mesa tiene la misma probabilidad de éxito que golpear la lavadora si no funciona.
Desgraciadamente, no vamos a tener soluciones a corto plazo y, para muchos, el medio plazo es demasiado tarde, pero lo que es seguro es que todo funcionaría mejor si quienes gobiernan demostrasen una mayor empatía con el sufrimiento general. Cuando insisten una y otra vez en las estadísticas macroeconómicas, en lugar de generar ilusión producen más frustración, la de todos aquellos que siguen igual de mal o peor y pueden pensar que se van a quedar descolgados, o son unos indolentes o simplemente, hacen mal las cosas y no aprenden. Cuando la mayoría de los comerciantes no ve entrar a nadie por la puerta día tras día y alguien les insiste en que no son capaces de ver una esplendorosa realidad de crecimiento de su sector, en lugar de empujar sus ilusiones está alimentando su rabia. Rabia contra quienes hacen las estadísticas, contra quienes al parecer están mejorando tanto como para hacer cambiar los números de todo el sector o contra los políticos demasiado ufanos. Y es que, bastante sufrida es ya la tarea de tratar de sobrevivir como para encima tener que pasar por tonto.