Editorial

La apertura dominical de Santander es un asunto incómodo que va a tener consecuencias para todos, empezando por los que han tomado la decisión, a pesar de escudarse en encuestas y estudios a la carta, porque preguntar a la gente si prefiere que el comercio abra a cualquier hora y cualquier día es como preguntar si queremos que nos quiten los impuestos. Por supuesto que sí. Y que suban las pensiones. Y que no nos tomen por tontos.
Salvo la CEOE, que ha salido del paso sin salpicarse mucho, consciente de que en su seno conviven en un difícil equilibrio los dos bandos del comercio, lo ocurrido será malo para el alcalde, que se ha ganado la inquina de un colectivo numeroso, y tradicional aliado del PP. Para Coercan, la patronal del pequeño comercio, cuyo sorprendente apoyo a la propuesta liberalizadora le va dejar sin efectivos; y para los propios comerciantes, que sufrirán los muchos o pocos efectos de la nueva competencia. También para los establecimientos asentados en Valle Real, porque la raya municipal les deja inermes frente a sus vecinos del otro lado de la ría, los del término municipal de Santander, una situación que pone de manifiesto los disparates que propicia cualquier medida destinada a romper la unidad del mercado.

Una vez que las grandes cadenas de supermercados y tiendas han dado la espalda a la liberali-
zación, para sorpresa del Ayuntamiento, en teoría, sólo hay tres claros beneficiados: El Corte Inglés, Carrefour y Zara, con lo que la libertad de aperturas casi tiene nombre y apellidos, que es la peor forma de legislar. Y con el paso del tiempo se demostrará que ni siquiera para ellos va a ser un buen negocio. La apertura del último domingo autorizado, el pasado 16 de agosto, ya fue un desastre, porque su auténtico rival no son los pequeños comercios sino el sol. Si hay playa, no tendrán compradores, y en verano lo probable suele ser el sol, que no podrá ser retirado por decreto.
¿Merecerá la pena, entonces, tanto desgaste político? A primera vista no, por muchos estudios que digan lo contrario. También dicen que el turismo de cruceros es un chollo para los comerciantes, pero los pocos que así lo creyeron se han cansado de esperar a que caiga por su tienda un crucerista perdido y con ganas de equiparse para todo el invierno. La misma risa floja que tendrán los guardamuelles si algún día se hace la pretendida terminal para estos barcos, que llegan al agotador ritmo de uno al mes. Si abrir a todas horas hubiese sido rentable para los comerciantes hace mucho tiempo que se habrían aprestado a hacerlo, aunque no pudiesen contar con sus asalariados, porque no están en condiciones de despreciar ninguna oportunidad.

Desacralizar los domingos para el comercio sólo ha servido para quebrar un poco más los nervios de los dirigentes locales en este final de legislatura. El alcalde se revuelve contra el presidente regional por atreverse a insinuar que él sí conoce su decisión de continuar o no en el cargo. Otro alcalde de su partido, el de Camargo, le deja en entredicho al recoger la bandera del pequeño comercio y negarse a la liberalización. Sodercan, que al parecer sigue existiendo, sólo emerge del más absoluto de los olvidos cuando alguien le estafa o es condenada a pagar indemnizaciones millonarias; el Gobierno cierra su planta para el tratamiento de lodos de depuradora, sin decirnos qué hará con ellos, y cada día tiene una opinión distinta sobre cómo hacerle tragar el ticket forzoso del telecabina al sufrido cliente de Cabárceno. Puede que no sea el fin de una época pero empieza a parecerlo.

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