Editorial
Era un disparate, porque un volumen semejante de inversión por habitante no es sostenible ni en España ni en Alemania, por mucho que en aquel momento el Estado y la propia comunidad autónoma tuviesen superávit. Quizá fue esa circunstancia, casi inédita en nuestra historia, la que provocó aquel estado de embriaguez que llevó a las constructoras de obra pública al éxtasis, con plantillas que hubiesen podido hacer las carreteras y ferrocarriles de toda Europa.
Sólo seis años después, en 2012, la obra pública realizada en Cantabria por todas las administraciones públicas juntas se reducía a 37 millones de euros, ¡treinta veces menos! Como es perfectamente entendible, un sector no puede estirarse ni encogerse en treinta veces su tamaño en tan escaso periodo de tiempo. Ni podíamos mantener aquello ni podemos mantenernos con esto. Y el sector público, que no fue cauteloso entonces, tampoco lo está siendo ahora, al cerrar el grifo sin contemplaciones, por la única razón de que le resulta mucho más sencillo paralizar las obras que reformar de arriba a abajo la Administración. La paradoja es que, cuando no hace obras, la Administración resulta bastante más cara que cuando las hace, porque los ratios del coste de gestión se disparan. ¿Qué sentido tienen muchas de las dependencias de Obras Públicas, con cientos de funcionarios, si la Consejería lleva más de dos años sin hacer una obra? ¿Qué sentido tiene el Departamento de Urbanismo de Santander si los pocos proyectos que genera el Ayuntamiento se han externalizado a despachos privados, a los que se le encargan, incluso, contestar las alegaciones de los ciudadanos al PGOU?
Cuando se concluía la Autovía a la Meseta, desde esta revista advertimos del riesgo que se avecinaba para la obra pública en Cantabria. Nunca más volvería a esos niveles, por lo que todo el sector tendría que empequeñecerse. El Gobierno regional, por boca de Miguel Angel Revilla respondió confiado: “Ahora vamos a por el AVE”. No había de qué preocuparse, porque quedaban obras para rato. Pero no hubo AVE. Y también falló el segundo paracaídas, la instalación de cientos de aerogeneradores en la región, que hubiese ocupado a las constructoras durante algún tiempo. Falto de reflejos –o cegado por la soberbia–, el nuevo Gobierno del PP, una vez quedó claro su escaso interés por desenterrar el AVE, taponó la otra vía de salida, la de los molinos, regodeándose de que el Gobierno perdiese una sentencia, sin recurrirla, a pesar de las muchas posibilidades que tenía de revocarla.
El resultado ha sido un panorama tan desolador que la mayoría de las constructoras de obra pública no han podido superar esa travesía del desierto. Incluso Ascan, la más diversificada y poderosa, ha tenido que acudir al preconcurso de acreedores para forzar a los bancos a renegociarle la deuda. Con la losa del puerto de Laredo a las espaldas y una cartera de obras que poco a poco se va extinguiendo, la mayor constructora de la región lleva camino de no poder seguir dedicándose a las obras y tener que refugiarse en las concesiones para sobrevivir. Nadie hubiese imaginado algo semejante hace solo dos años.
La crisis de Ascan o de Arruti y la desaparición de Bolado y Cenavi es el cierre de una época. Hemos pasado de adorar el cemento y el asfalto o dejarlo caer como un fardo pesado e incómodo. Y ni había previsión antes ni la hay ahora, porque ese hueco acabarán por ocuparlo las constructoras nacionales cuando, antes o después, se recupere la obra pública. El autogobierno es algo más que tener un Parlamento o un Gobierno y, desgraciadamente, en el mundo empresarial cada vez nos queda menos margen de decisión. Llevamos camino de convertirnos en una mera delegación.