Editorial

Si al comienzo de esta crisis, allá por el 2008, hubiésemos puesto en una pared todas las medidas económicas posibles y hubiésemos dejado elegir a los monos, hubiesen atinado parecido. En cinco años largos hemos apostado por las políticas de gasto, con muy malos resultados, y por las políticas de recortes, con peores. Hemos pasado de asegurar que la mejor medicina era bajar los impuestos a subirlos sin compasión quince días después. De afirmar que la solución estaba en crear empleo lo más rápidamente posible, a justificar que desde la reforma laboral se haya perdido otro millón de puestos de trabajo.
A estas alturas ya sabemos que no era Zapatero el que improvisaba, sino que improvisan todos, incluidos los sesudos miembros del Eurogrupo –en donde España por cierto no tiene ninguna representación– que en solo 48 horas son capaces de dar tres instrucciones distintas sobre lo que ha de hacer Chipre con sus depósitos y, por si fuera poco, contradictorias con las normas de salvaguarda que supuestamente rigen para toda la UE. Recorremos caminos inexplorados y ni los economistas ni los políticos tienen respuestas mejores de las que hace dos mil años daba la Biblia: Tras siete años de vacas gordas, vienen otros siete de vacas flacas. Por mucho que Alan Greenspan sostuviese con soberbia que los reguladores modernos habían acabado con los ciclos económicos, la realidad es que seguimos con los mismos toboganes de toda la vida y dos milenios después, ese número cabalístico de los siete años suele cumplirse a rajatabla. Así que no queda otra que esperar. Tome las decisiones Merkel, Rajoy o el mono de los dardos, aún nos queda año y medio para repuntar. La única incertidumbre es saber cómo sobrevivir hasta entonces.

Las empresas funcionan a tan bajo régimen de ventas que se han refugiado en los EREs para recorrer este valle de lágrimas. Las familias, que no pueden hacer otro tanto, se limitan a no comprar. Unos y otros hacen que la pescadilla del colapso se muerda la cola y que cada vez sea más difícil encontrar motivos para el entusiasmo. En el último trimestre del pasado año, los salarios cántabros disminuían a un ritmo del 4%, una situación absolutamente inédita, pero que aún tiene peor pinta cuando se añade la coletilla de que el coste de la vida subía un 3,4%, el mayor IPC del país. Si los que trabajan pierden nada menos que siete puntos de poder adquisitivo en un año, cuando ya parecía que no podía bajar más, y los que no trabajan lo han perdido casi todo, hay que reconocer que estamos más acreditados para el rescate que muchos bancos.

Mientras nos entretenemos en juzgar el pasado, con procesos y comisiones de investigación, se nos está escapando el presente y probablemente el futuro. En Cantabria llevamos dos años durísimos de recortes y no podemos decir que estemos hoy mejor que en aquel julio de 2011. Incluso la deuda pública se ha disparado. Y lo peor es que ya no quedan ahorros posibles. En los consejos de Gobierno se reúnen poco más que para verse las caras, porque el número y el importe de los asuntos aprobados es de risa. Las familias, por su parte, han estado echando mano de las rentas generadas en el pasado (ahorros, pensiones y desempleo) y al menos dos de estas fuentes se han agotado ya.
Quien no quiera verlo, que no lo vea, pero esa es la realidad. Y si Chipre, con una economía más pequeña que la de Cantabria, se ha convertido en un quebradero de cabeza para toda la Unión Europea, es evidente que nadie está en condiciones de manejar una España que caiga en la inanición absoluta. Ya no es un problema de crédito, es un problema de empleo y de capacidad de consumo, por lo que seguir recomendando austeridad cuando nadie puede hacer otra cosa es tan innecesario como predicar la castidad a las beatas de las misas matutinas. Hace falta dinero a chorros, aún a costa de endeudarnos más, porque la deuda se está disparando de todas formas, por falta de ingresos fiscales. Y la competitividad será un mito mientras nuestras empresas tengan la mitad de su capacidad sin uso. Hemos parado el barco para ahorrar combustible pero así no se llega a ninguna parte.

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