Editorial
La democracia española consume a los políticos muy deprisa, tanto que, como los césares romanos, deberían hacerse acompañar por alguien para recordarles permanentemente que son humanos. Hay quien lo olvidó, como Hormaechea, y ahora el olvidado es él. Tampoco tienen mucho más espacio en la memoria de los cántabros los otros presidentes autonómicos, a pesar de que apenas llevamos un cuarto de siglo de autogobierno. Miles de noticias encabezadas con sus nombres durante los años en que ejercieron el gobierno y hoy, probablemente ni un 1% de la población recordaría el nombre del primer presidente autonómico (José Antonio Rodríguez) y a duras penas los de todos sus sucesores. Así de efímera es la gloria.
Sin embargo, merece la pena recordar las cosas. Lo bueno y lo malo. Y no porque este tiempo no sea prolijo en conmemoraciones, hasta el punto que vamos de día de… en día de… como quien va de oca en oca. Pero hay una fecha que no se va a conmemorar: los diez años de normalización institucional en Cantabria, que se cumplen ahora. El punto final de una degradación política y económica que nos hacía sentirnos diferentes a los demás, con una crisis económica profunda, un presidente regional procesado, un partido que gobernaba desde el Grupo Mixto, con el único apoyo de seis diputados en una Cámara de 39 y que, a pesar de tan insólita situación, consiguió superar tres mociones de censura seguidas. Si alguien cree que eso es más de lo que puede dar de sí una democracia se equivoca. Aún se puede rizar el rizo y la experiencia de Cantabria podría pasar perfectamente a los anales: Ni siquiera era posible completar el Gobierno y los pocos consejeros que resistían en el cargo, atendían (es un decir) dos o tres consejerías cada uno, con lo cual no había tarjeta de visita suficientemente grande como para meter su larga ristra de cargos.
Esta revista defendió en solitario durante años que Cantabria no podía vivir una situación institucional semejante. No pedíamos la luna. Pedíamos un poco de sentido común. Podíamos aceptar no ser la comunidad más brillante y mejor gestionada del país, pero al menos debíamos ser una comunidad normal. Como todo eso quedó escrito, es fácil comprobar las veces que reclamamos algo tan obvio como la normalidad. Inspirado o no en estas demandas, en 1995 el candidato del PP José Joaquín Martínez Sieso utilizó esa misma palabra como eslógan de su primer Gobierno. Muy mal tenían que estar las cosas para que el propio partido que había propiciado la formación del Ejecutivo Hormaechea abominase de él al recoger la necesidad de poner orden en aquel inmenso caos.
Afortunadamente, fue así. Desde entonces, es verdad que Cantabria tiene menos presencia en los periódicos nacionales, porque se acabaron la estridencias y los despropósitos, pero estos diez años han significado un largo ciclo económico de bonanza que tiene muy pocos precedentes históricos. Tanto con los gobiernos PP-PRC como con el de PSOE-PRC, y con a la innegable ayuda del Objetivo 1, la región detuvo una caída en picado que le había llevado desde el grupo de las más ricas a verse obligada a pedir plaza entre las más pobres, y ha recuperado parte del terreno perdido, hasta acercarse mucho al promedio nacional de renta. En un lugar donde apenas trabajaban 35 personas de cada cien, ahora lo hacen más de 50.
No es para tirar cohetes, pero estamos agarrados al mismo tren donde viaja la mayoría. Es cierto que siempre aparecen incertidumbres en el horizonte, pero eso forma parte de la vida de todas las regiones y de todos los países. Y todo esto sin mesianismos, lo que demuestra que la normalidad, por sí misma, es un valor.