Editorial

Las grandes compañías buscan fórmulas para conseguir que compremos sus productos y servicios como un acto reflejo, sin ser apenas conscientes de que los pagamos. La mejor de ellas, sin ninguna duda, es la domiciliación de los pagos, ya que el abono lo hace un banco cada mes y el cliente se acostumbra a dar por sentado que no cuenta con esa cantidad. El vendedor sabe que cuanto más mecanizado esté el gasto, menos oportunidades para replanteárselo.
Con los impuestos pasa algo parecido. Muchos de ellos están tan enmascarados que quien hace una compra, por ejemplo, ni siquiera tiene conciencia de que todos los productos valen un 16% menos de lo que paga por ellos o que el dinero líquido que percibe cada mes apenas representa un 60% del coste que como trabajador tiene para su empresa, entre retenciones y cuotas a la Seguridad Social.
El resultado es que nadie puede llegar a calcular cuánto dinero sale de su bolsillo hacia los organismos públicos porque, en muchos casos, ese dinero ni siquiera llega a entrar. Pero lo paga. Vaya que si lo paga.
La eficacia de semejante envoltorio en los impuestos ha dado lugar a un estado de alegre aceptación. Como no sabemos lo que nos cuesta, tampoco tenemos muy claro lo que debemos recibir. Y no es cuestión de suscitar un estado de desconfianza hacia el sistema público, porque es fácil constatar que aquellos países que pagan más impuestos, a la postre, son los que mejor viven, lo cual no debe conducir a una estúpida inconsciencia, sino a una exigencia de que estos ingentes recursos se administren moderadamente bien. Pero hay ejemplos, cada día, que invitan a pensar lo contrario.

El Ayuntamiento de Torrelavega estudia la posibilidad de primar a quienes acuden a trabajar porque, aparentemente es la única forma de acabar con un absentismo desproporcionado. El de Santander paga pluses de productividad incluso a los que no producen, porque llevan meses en su casa, y sólo pareció ser consciente de ello cuando entró en guerra con su plantilla de policías, a los que amenazó con quitarles este sobresueldo si no se reducía el escandaloso absentismo del 18%. En una empresa normal, las bajas no pasan del 4%, pero el Ayuntamiento considera tan satisfactorio el doble que seguirá manteniendo el plus de productividad a quienes están en casa si las ausencias no pasan del 8%.
Que sea necesario incentivar a los funcionarios para que acudan al trabajo no deja de ser una tomadura de pelo al contribuyente, ya que da por sentado que buena parte de los absentistas no van porque no les da la gana y, lo que es peor, que no hay otra forma de evitarlo. Con semejantes dificultades para conseguir que la plantilla se presente en su puesto, ni siquiera merece la pena hablar de productividades.

Es fácil actuar con condescendencia y argumentar que nunca funcionó de otra forma, pero esa actitud es producto de ese estado de inconsciencia colectiva sobre lo que realmente cuesta mantenerlo. Sin embargo, es más fácil de calcular de lo que parece. Cada cántabro paga 3.400 euros al año (560.000 pesetas) para sostener la Administración regional, si bien la mitad de esa cuantía va a sufragar los servicios sanitarios. Es decir, que a una familia de cuatro miembros los servicios que dependen del Gobierno de Cantabria le cuestan dos millones y cuarto de las pesetas de antes. Si no lo cree no tiene más que dividir el presupuesto de la comunidad autónoma (292.000 millones de pesetas) entre los habitantes. Y aún puede añadirle lo que paga a su ayuntamiento. En el caso de Santander, (165 millones de euros de presupuesto), casi mil euros más por miembro de la familia.
Como muchas de estas cantidades fueron retenidas en origen, le costará pensar que las ha pagado, pero es así. Esta limpieza extractiva es el gran invento de la Administración pública moderna, que ha servido para hacer países más fuertes y socialmente más justos, pero que invita a que nadie se implique en su control, a multiplicar los gastos inútiles y a admitir unos costes desmesurados para unos servicios que la gestión privada haría por mucho menos. Y resultaría bastante más sano, vista la extraordinaria propensión a la enfermedad que tienen los empleos públicos.

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