Editorial
El debate sobre el estado de la región ha vuelto a poner de manifiesto dos visiones de Cantabria tan dispares que parece que Gobierno y oposición hablan de lugares diferentes. Cantabria no es idílica, pero tampoco es una catástrofe y parece evidente que el Partido Popular arriesga demasiado al cargar tanto las tintas en el aspecto económico, cuando la macroeconomía ha dejado de ser una preocupación para el ciudadano medio. Ya se sabe que hay materias que sólo puntúan en negativo, como la salud, que nadie valora mientras la disfruta, pero que se convierte en la madre de todas las angustias el día que falta. Esa ausencia de simetría también se da en lo económico y ha hecho que muchos gobernantes se hayan ido a casa incrédulos después de dar por sentado que una economía boyante iba a garantizarles la reelección. Por mucho que se empeñen los analistas, lo relevante para el elector son las impresiones, las emociones y las esperanzas, no la gestión. Si fueran los resultados, todos los aficionados al fútbol hubiesen cambiado de colores varias veces a lo largo de su vida y la realidad es que cambiarán de empleo, cambiarán de amigos e, incluso, pueden llegar a cambiar de familia, pero, por muchos revolcones que se lleven, mantendrán la fidelidad al club.
En la política ocurre algo parecido. Es un mundo de valores y de emociones, de amores y odios, y la racionalidad sólo es un ingrediente más a la hora de decidir el voto. Los mensajes dirigidos a convencer sólo tienen eficacia cuando redundan sobre ideas previas del destinatario, que suele ser muy tozudo con las que ya tiene, quizá por la pereza que da el verse obligado a cambiar todo el sistema de valores a cada poco.
La población no consume estadísticas, como nos empeñamos en suponer los periodistas y los políticos, sino que las vive desde dentro. Una de ellas indica que en la región hay 90.000 ocupados más que hace diez años. Una de cada tres personas que no trabajaban por estar en paro, haber perdido las esperanzas o, simplemente, por falta de ganas, ahora tiene empleo; probablemente muy precario, pero un empleo y esto genera un estado de ánimo muy distinto al de entonces.
Hace diez años, el pesimismo se había instalado en la sociedad cántabra, hasta el punto que ni siquiera el claro repunte que empezaba a mostrar la economía era capaz de cambiar el estado anímico. Una encuesta realizada entre los empresarios de la región por una escuela de negocios lo dejaba meridianamente claro. Cuando se les preguntaba por la marcha de las empresas cántabras en general, el 79% respondían de forma muy negativa. Cuando se les requería en concreto por la suya, el 81% aseguraba que iba bien. Como ambas circunstancias son incompatibles y resulta más verosímil la respuesta sobre lo particular, estaba claro que respondían condicionados por un estado de ánimo negativo que contaminaba su opinión sobre todo aquello que no veían directamente con sus ojos.
Ahora, puede que el estado de ánimo tampoco coincida con el estado real de la región, pero esta vez a la inversa, por demasiado optimista. Pero lo cierto es que en estas condiciones, discursos tan teñidos de tenebrismo corren el riesgo de restar credibilidad al resto de los mensajes. Es muy probable que el día no muy lejano en que se agote el poco suelo que queda calificado en los ayuntamientos para poder construir se produzca un colapso económico que afectará, en primer lugar, a las más de 30.000 personas que ya trabajan directamente en el sector de la construcción y, en cascada, a transportistas, fabricantes de materiales, mueblerías y un larguísimo etcétera hasta crear una auténtica crisis regional. Pero eso, hoy por hoy, sólo le preocupa –si es que le preocupa– al Gobierno, ni siquiera a los ayuntamientos. El resto, bastante tenemos con resolver lo de todos los días.