Editorial

Se puede satanizar la propia herencia? Obviamente, sí. Le está ocurriendo al Partido Popular de Cantabria al arremeter contra los PSIR y pedir dictámenes como el de García de Enterría para demostrar una ilegalidad que, al parecer, es sobrevenida, porque fue el propio PP el que introdujo este mecanismo urbanístico extraordinario en su Ley del Suelo, mientras gobernaba. De siempre se ha sabido que hay muchos herederos que más hubiese valido no tenerlos, porque traicionan el espíritu del progenitor, pero la Ley del Suelo de 2001 ya es huérfana de padre o madre, porque nació de la coalición PP-PRC.
Los mecanismos extraordinarios es lo que tienen. Que quien los aplica siempre encuentra la forma de justificarlos y quien los sufre defiende que nunca se concibieron con ese fin. Probablemente, nadie imaginó que el urbanismo cántabro se iba a hacer a golpe de pesires, pero es una ley de la física que todo espacio que queda vacío acaba siendo ocupado por alguien. Y la indolencia y la absoluta ineficacia de los ayuntamientos, que ni tienen arrestos para hacer un urbanismo independiente de las presiones de los propietarios de suelo ni lo desean, porque cuanto más viviendas autorizan más ingresos obtienen, ha dado lugar a una planificación por defecto. Todo el mundo quiere meter la cuchara en ese puchero del urbanismo y el Gobierno ha encontrado la herramienta perfecta para ejercer su poder en el único territorio que se le escapaba, el suelo. Y frente a lo que cabe suponer, los ayuntamientos están encantados con la idea, porque es la solución para saltarse todas las barreras burocráticas y urbanizar a uña de caballo, algo que ni ellos mismos podrían hacer, a pesar de ser cuasi soberanos en la materia.

El problema no son los pesires, sino el hecho de que en poco tiempo no habrá más urbanismo que el realizado por esta vía extraordinaria, ya sea para hacer viviendas de promoción oficial, hospitales, polígonos industriales, centros de ocio, edificios públicos o lo que sea. Y eso es lo que debiera criticar el PP, no la utilización de una herramienta que él mismo introdujo, como si algunas potestades fuesen privativas de determinados gobiernos, un curioso sentido patrimonial de la ley.
Aún menos congruente es criticar que una empresa pueda solicitar la declaración de un PSIR para hacer un macropolígono industrial. Si quien aprobó la Ley en el Parlamento se la hubiese leído otra vez, al menos, habría descubierto que esta posibilidad está expresamente contemplada, otra cosa es que el Gobierno luego acceda a declarar ese PSIR o no. Por eso, resulta insólito semejante proceder y revelador de alguna reminiscencia en contra de la iniciativa privada que, como se ve, no es sólo patrimonio de la izquierda. El proyecto de Ingenor –que es la empresa– es perfectamente legítimo y, además, oportuno. Es imprescindible un gran polígono industrial en el eje Santander-Torrelavega y hay solicitudes de sobra para demostrarlo. ¿Por qué quienes con tanta vehemencia reclaman al Gobierno el desarrollo inmediato de suelo industrial se oponen tan radicalmente al proyecto privado? ¿Por qué se considera un negociete que alguien obtenga una rentabilidad con un polígono industrial cuando es notorio que al sector público le cuestan mucho dinero cuando los hace? Misterios de la vida moderna, donde el baile de papeles al que se ven forzados los partidos para mantener la controversia causa mareos a algunos de los danzantes.

El PP ha invalidado los argumentos al negar las competencias que él mismo aprobó, pero eso no quiere decir que no tenga un fondo de razón. Su desazón no está en los PSIR sino en los pesares de entregar una baza semejante al rival. El tiempo ha demostrado que los PSIR son un mecanismo de poder exagerado, porque, al menos, mientras el urbanismo se hace desde los ayuntamientos, existe un último filtro en la CROTU. Sin un contrapeso o mecanismo de control, corremos el riesgo de que éste o cualquier otro Gobierno urbanice la región de la noche a la mañana y por decreto, para lo cual seguro que encontrará muchas y buenísimas razones. Lo que ocurre es no siempre la suma de buenas razones particulares supone una buena razón general. Y en el urbanismo ya estamos demasiado escarmentados.

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