Editorial
En democracia no hay que temer las elecciones. Por el contrario, todos los procesos que se resuelven sin llegar a las urnas, por ausencia de competidores, suelen resultar menos fiables. Por eso, no conviene demonizar sobre la presencia de dos listas a la presidencia de la CEOE cántabra y mucho menos, con el argumento de que nunca antes se habían llegado a celebrar elecciones, dado que el designado por el presidente saliente se convertía, como en el México priísta, en candidato único y si algún revoltoso pretendía romper esta regla tácita, el asunto quedaba zanjado ofreciéndole unos puestos en la candidatura oficial.
Esta vez no ha funcionado así y, a pesar de las bondades de la competencia, no ha sido para bien. La presencia de dos candidaturas, en lugar de haber contribuido a la democracia interna de la CEOE cántabra ha sido el caldo de cultivo para un sinfín de enfrentamientos y heridas que tardarán años en restañarse. Los personalismos (la única diferencia entre las dos candidaturas parecía estar en la continuidad del secretario general), los ataques ad hominen y las presiones de todo tipo sobre las empresas y las asociaciones sectoriales para que se decantasen por una u otra han dejado un campo de batalla arrasado, donde los presuntos beneficiarios (los asociados) han resultado claramente perdedores.
A la mayoría de las empresas el estar en la CEOE no le supone ventajas significativas y si eso les acarrea semejantes dolores de cabeza, es fácil deducir que su interés por la patronal será tan decreciente como el que demuestran los trabajadores por los sindicatos. Su tarea de interlocución social quedará reducida a las negociaciones con la Administración pública, que casi siempre tienen un trasfondo tan prosaico como el obtener dinero para sus propios fines. Los fondos de formación, las ayudas para divulgar la concertación, las dirigidas a reducir la siniestralidad laboral y otras muchas subvenciones de todo tipo se han convertido en perfectos disfraces para enmascarar la financiación de los gastos de funcionamiento de la patronal y de los sindicatos con fondos públicos. Esa oleada de dinero ha resuelto los problemas económicos que padecieron tradicionalmente, pero ha multiplicado el interés por controlar una caja tan saneada y propicia una inevitable tentación gubernamental de manejar aquello que tan generosamente financia. Así no es de extrañar que alguno de los candidatos diga expresamente que lo mejor es que al frente de la patronal esté alguien que se entienda muy bien con el Gobierno, para garantizar que el grifo no se cierre. Ahora bien ¿De verdad a las empresas asociadas les afecta que el grifo esté abierto o cerrado?
A la mayoría, no, aunque hay que reconocer la existencia de una notoria dejadez en la utilización de los servicios que la CEOE pone a su disposición. Pero lo cierto es que el dinero público está fomentando la disparatada proliferación de asociaciones empresariales y de demasiados egos personales, entre ellos los de algunos de los integrantes de las dos candidaturas, que podrían haber estado en cualquiera de ellas.
Mirones, como ganador, deberá poner orden en una patronal que en estas elecciones ha dejado ver demasiadas vergüenzas, empezando por el desmesurado salario del secretario general. Y convencer a muchos que así lo piensan, de que ni la CEOE es un mecanismo de poder, ni una máquina recaudadora de subvenciones públicas. Es, simplemente, un organismo al servicio de las empresas y para la defensa colectiva de sus intereses. El problema es que las aspiraciones colectivas necesitan ser interpretadas y habrá muchos exégetas que tratarán de cobrarse los favores electorales.
Además de la valentía que ha demostrado defendiendo sus posiciones contra viento y marea y de esa pizca de osadía que le ha hecho ganar batallas en las que cualquier otro no hubiese entrado, Mirones necesitará mucho coraje para afianzarse al frente de una directiva en la que tiene pocos hombres propios y deberá tener mucha mano izquierda para resolver el problema que han creado estos comicios tanto dentro de la CEOE, con un personal dividido, y fuera, con las relaciones empresariales hechas unos zorros.