Editorial
Mientras tanto, en la calle ocurren cosas que realmente nos afectan a todos y no merecen la atención pública, quizá porque las hemos embarullado dentro del lenguaje grandilocuente de lo macroeconómico. Es lo que ha ocurrido con el empleo. Hemos pasado de una sociedad que tenía un parado en cada hogar (25% de desempleo) a cazar a lazo a los candidatos para cubrir algunos puestos. De no haber llegado los inmigrantes, bares, obras y empresas de transportes internacionales hubiesen tenido que cerrar por falta de personal, situación que ni siquiera podíamos imaginar hace una década.
Es evidente que la pleamar ya pasó y alcanzó una cota inverosímil de poco más del 4% en el desempleo masculino, el porcentaje supuestamente más eficiente, ya que trabaja todo el que quiere –sobre esto habría mucho que decir– y no se recalientan demasiado los salarios.
Esa circunstancia del pleno empleo es, en el fondo, la que ha dado lugar a todas las otras que hemos estado viviendo: se vendían más pisos, más coches y más ocio porque había varios salarios por familia. Se producía un superávit de la Seguridad Social y crecían los ingresos del Estado porque se disparaban los impuestos por IVA, Sociedades y Renta. Pero la locomotora renquea y los vagones se detendrán poco a poco. Algunos partidos han insistido en ello durante la campaña electoral; es más, han pintado un panorama desolador pero, paradójicamente, todas las ofertas electorales no solo nos ofrecen seguir viviendo igual, sino mejor, gracias a las subvenciones y a las reducciones de impuestos.
De donde no habrá no se va a poder sacar, así que todo esto es una quimera irresponsable. El Gobierno puede hacer ocasionalmente un reparto de dividendos, como si España fuese una sociedad anónima, después de dotar unas fuertes provisiones (el fondo para la Seguridad Social) y de amortizar parte de la deuda pública. Pero ninguna empresa se puede comprometer a repartir beneficios todos los años, ya que nadie le garantiza que los buenos tiempos sean eternos. Difícilmente volverá a producirse un excedente en las cuentas públicas como el de los dos últimos años y los síntomas son inequívocos. Es verdad que el cajón del Estado está pletórico pero en los de las autonomías empiezan a aparecer los primeros agujeros, al reducirse sensiblemente los ingresos derivados de la vivienda. Aquellas que han presupuestado con demasiada alegría la previsión de recaudación para este año –Cantabria es una de las que más– se van a llevar un buen revolcón, como se lo llevarán los ayuntamientos, y la marejada no tardará en llegar al Estado. En esas condiciones, gobierne quien gobierne, nos acordaremos de los buenos años que vivimos y de las promesas electorales que no pueden cumplirse. ¿Con qué excedente van a rebajar los impuestos o a repartir cheques anuales quienes ahora lo prometen cuando los ingresos no den para cubrir los gastos públicos? Acabaremos por pedir créditos para pagar el dividendo electoral.