Editorial
La codicia es intrínseca al sistema capitalista puesto que, de lo contrario, no funcionaría, pero para que no se pase de la raya necesita árbitros. El árbitro supremo durante los años en que se formó el enorme globo que ahora se ha pinchado tenía un gran predicamento y se llamaba Greenspan, aquel que hizo volar la economía con tipos del 1%, algo que resulta fácil de entender. En esas condiciones, ¿quién no se iba a endeudar? No hacía falta ser muy espabilado para deducir que muchos más de los que luego podrían devolverlo.
España tiene su propio globo inmobiliario, que dentro de poco se convertirá en financiero, por mucho que nos empeñemos en suponer que nuestro sistema fue mucho más cauteloso y es bastante más sólido. Ya han caído las inmobiliarias (nadie parece recordar que hemos visto esfumarse la mayor de Europa), empiezan a derrumbarse constructoras y desaparecerán entidades financieras, porque no hay forma de evitar que unos contagien a otros.
En estas condiciones, y si quienes más fe tenían en el mercado, los ultraliberales americanos, han decidido socializar las pérdidas para salvar el sistema, nosotros no podemos permanecer impasibles. Y no por ser más papistas que el Papa, sino por la evidencia de que no podemos sostener el terremoto. La economía española y la de Cantabria no pueden reabsorber el impacto del hundimiento de un sector entero, como el de la construcción, que alimenta a varios más y que tiene una mano de obra muy difícil de encajar en cualquier otra actividad.
Así que, antes de que el incendio sea incontrolable, arremanguémonos para poner el cortafuegos más eficaz al menor precio. En realidad, no hay muchas alternativas: crear un fondo de avales para dar liquidez a empresas que tienen activos pero no pueden conseguir financiación con ellos; forzar a que el Gobierno modifique una ley del suelo que con el brusco cambio del mercado ha quedado totalmente desfasada y que impide valorar los terrenos por sus expectativas o, en su defecto, acelerar en lo posible el planeamiento para que ese suelo vuelva a tener el valor de mercado a la hora de conseguir financiación bancaria.
Es cierto que utilizar el urbanismo como un instrumento de creación artificial de riqueza es volver a alimentar la causa de la enfermedad, pero en este caso hay que entenderlo como una medicina homeopática. No podemos dejar caer a plomo las constructoras e inmobiliarias porque eso no es un problema particular del empresario sino una catástrofe colectiva. Si desaparece Cenavi, por ejemplo, no sólo se llevará consigo doscientos empleos, sino que derribará, como fichas de dominó, a un montón de subcontratistas que, a su vez, pondrán contra las cuerdas a otros más. Y el drama particular de todos éstos no es perder la empresa, sino que con ella desaparecerá también el patrimonio familiar porque, por su pequeño tamaño, han tenido que utilizarlo como aval hasta para obtener una línea de descuento. Es una situación tan grave que no deja ninguna alternativa más que la intervención pública. Lo difícil será decidir cómo, hasta dónde y con qué dinero.