Editorial
Esa condescendencia hacia los próximos se da en todo el arco ideológico, pero sobre todo en el conservador, y es la que hace que los políticos tengan margen de maniobra. De lo contrario, Bush se hubiese tenido que inmolar con todo el sistema bancario de Estados Unidos que, por inverosímil que pudiese parecer hace unos meses, ha estado en trance de desaparecer. Ni los peor pensados o los más acérrimos enemigos del sistema capitalista pudieron pensar nunca en una eventualidad semejante y, mucho menos, que una administración tan fundamentalista en el liberalismo económico como la que ahora abandona en el poder en EE UU podía llegar a tomar unas medidas semejantes que pasarán a los libros de historia, como pasaron las de Roosevelt tras la crisis de 1929. Pero aquel presidente procedía del Partido Demócrata y podía cocinar las recetas de gasto público con cierta coherencia ideológica, mientras que los neocons han tenido que meter todos sus dogmatismos en el puchero y tragárselos después.
Bush no pudo pensar que su mandato acabaría con una resurrección de la guerra de Afganistán, una país que le da tantos quebraderos de cabeza como le dio a los rusos; con una guerra de Irak que no hay forma de cerrar; con una economía en recesión; con un déficit público estratosférico (Clinton le dejó un fuerte superávit) y con todo el sistema bancario hundido y en manos del Estado, que es algo así como si el Vaticano recurriese a un dosis de ateísmo si un día se viese en la necesidad de salvar los muebles. No es probable que alguien imaginase un escenario peor y, sin embargo, se ha dado. Pero la civilización occidental, antes que nada, es pragmática y va a encarar el problema con pocos complejos. Una vez perdida la vergüenza, y en la complicidad de que todo el mundo cayó en el engaño financiero, conservadores y progresistas del mundo desarrollado no tienen más remedio que arremangarse juntos y pagar los platos rotos de una fiesta estrambótica, utilizando el dinero de todos, incluidos el de los más humildes, para ayudar a quienes rezumaban soberbia, aún con la repugnancia moral de tener que tapar sus tropelías y dejar que salgan indemnizados. El problema es que, como plantea Botín, al final no va a haber diferencias entre los buenos (los que gestionaron con cautela) y los malos (los que se creyeron mucho más listos que el resto), porque en los errores personales se paga, pero en los errores colectivos, se cobra. Así funciona el mundo.