Editorial
En esta crisis, y por primera vez, nadie se alegra de los males de su competidor. Si alguien analiza con un poco de finura los medios de comunicación verá que hemos dejado de reflejar alborozados los problemas del rival, porque somos conscientes de que ninguno se va a librar de la epidemia y en el sector de la construcción se produce, además, el efecto perverso de que cada ficha que cae descabalga varias más. Los contratistas que han sobrevivido con dificultades a la suspensión de pagos de Cenavi no superarán otro caso semejante y, desgraciadamente, esa eventualidad es cada día más probable. Si desaparece este segundo escalón, los problemas se trasladarán a otros constructores y promotores, que no podrán acabar a tiempo las viviendas y a los bancos que tienen avaladas esas entregas. Qué más quieren muchos compradores que ver cómo se incumplen los plazos para rescatar el dinero que entregaron en su día y buscarse, ahora que pueden encontrarlo, un piso más barato.
Hay que ser consciente de que ningún gobierno puede conseguir que se sigan haciendo en Cantabria 10.000 viviendas al año, entre otras cosas porque esa cifra era absolutamente disparatada, pero hay que hacer todo lo posible por que el sector no baje de las 2.500 o 3.000, con el fin de evitar una paralización absoluta desde la que costaría muchos años volver a arrancar. Y no hay sustituto posible para un sector que aportaba la octava parte del PIB y que, por muy diversas vías, también mueve la industria local, en la que compra desde las tejas al cemento. Suponer que se puede conseguir una recuperación económica mientras la construcción esté parada es poco realista. Ni siquiera se podrá conseguir la recuperación del sector financiero, otro más de los muchos que vivían a su sombra.
La prioridad de las empresas de cualquier sector ya ha dejado de ser ganar dinero. En este momento es, simplemente, poder seguir trabajando. Las constructoras han sido las primeras en cambiar el chip, dando por definitivamente cerrada una época de vacas gordas y de excesos que no volverá. Pero es muy difícil que puedan seguir trabajando si no consiguen financiación, si las administraciones públicas siguen tramitando los planes urbanísticos con la parsimonia de siempre y si los pocos clientes que podrían conservar, los de las viviendas de promoción oficial –el nicho refugio del mercado– no consiguen formalizar el crédito hipotecario porque los bancos, antes tan poco cautelosos, ahora les exigen garantías inalcanzables.
Los gobiernos han sido voluntariosos en la puesta en marcha de medidas, pero no han dado resultado hasta el momento. Es evidente que no pueden comprometer más recursos, porque su capacidad de maniobra –ya lo ha reconocido Solbes– se ha acabado y porque el sector inmobiliario necesitaría cantidades ingentes, pero no pueden renunciar a afrontar el problema. A veces, no es cuestión de dinero. Si reúne en una mesa regional a los constructores-promotores y a las entidades financieras y las tres partes llegan a algún grado de compromiso será posible que al menos aparezca suelo barato suficiente para que ese 30 o 40% de compradores que siguen dispuestos a adquirir una vivienda, porque la necesitan para vivir, mantengan los rescoldos de un sector que ya no va vender casas de 500.000 euros, pero sí puede venderlas de 200.000.
El Gobierno tiene muchos fuegos que apagar, pero el de la construcción lleva camino de ser el incendio más devastador si no hace algo rápido para remediarlo.