Editorial
Todo el mundo está ya en el negocio eólico y la mayoría con la convicción del converso. Todos menos los ecologistas, que han quedado descolocados, y el Partido Popular, que ha encontrado la brecha por donde socavar al Gobierno en la defensa del medio natural. Los molinos arruinan el paisaje, aunque al parecer, sólo el de la Bahía, porque del resto no habla nadie.
El PP se ha sumado a un carro que han echado a andar de buena fe quienes creen que los 1.500 megavatios decididos por el Gobierno cántabro son una desmesura –y lo son–. Pero lo ha hecho de una forma oportunista, porque el cambio del Plan Energético Regional se conoce desde hace casi dos años. Si los diputados han de esperar a que los debates los inicien los lectores de los periódicos para darse por enterados y fijar su posición, mejor cerramos el Parlamento.
El Plan Energético Regional, como otros muchos planes técnicos, se quedó viejo en el mismo momento en que se redactó, lo que demuestra que las sesudas disgresiones de los expertos pueden ser tan efímeras como las de los políticos. El día en que se aprobaba ya se sabía que uno de los ciclos combinados previstos no podría instalarse y eso cambiaba radicalmente el modelo, puesto que esa instalación, por sí sola, iba a generar tanta energía como la nuclear de Garoña. Tampoco es muy tranquilizador que ni un solo diputado de la Cámara se quejase de que Torrelavega se viese obligada a soportar no una sino dos instalaciones de este tipo, condenando el aire de la ciudad de por vida, y que fuese la ex ministra de Medio Ambiente la más escandalizada. Es la diferencia entre lo que afecta a Santander y lo que afecta a Torrelavega.
El Gobierno cántabro debió pensar que, si los estudios de los expertos resultan tan poco consistentes en el tiempo, da igual lo que ponga el Plan, y decidió que, en vez de 300 megavatios eólicos, autorizaría 1.500. Podría haber dicho 3.000 y, puestos todos a sotavento, podríamos presumir de nuestro propio cambio climático: la calma chicha permanente. La realidad es que no se van a poder instalar ni la mitad, porque cuando se tramiten las autorizaciones ambientales de cada parque, caerán como moscas. Basta ver que la línea de alta tensión de Soto de Ribera a Penagos lleva veinte años de litigios y aún no está en servicio.
Los molinos que sobrevivan a esa criba se verán, pero mucho menos que los tres macroalmacenes que va a tener el Puerto de Santander. El de graneles sólidos ya tapa gran parte del perfil de la Bahía y los otros dos mastodontes en marcha lo desdibujarán aún más. Sin embargo, esos mamotretos están pasando desapercibidos ante los defensores del paisaje y los nuevos ecologistas del PP. Quizá porque el ya construido, pintado de gris, se confunde con el cielo en los días de bruma. Pues nada, que pinten los aerogeneradores de gris o con un trampantojo de paisaje, que ya hay experiencias en los Países Bajos y quedan muy naif.
Oponerse a que se implante tal número de molinos no sólo es lícito sino encomiable, porque a todos nos asaltan muchas dudas de que el paisaje lo soporte, pero sólo pueden hacerlo los que han mantenido posiciones coherentes, es decir, casi nadie, incluido el Gobierno. Todos los demás, que se bajen de la polémica.