Editorial
Lo que ocurre con el hormigón se puede trasladar a las canteras, donde ejercen el mismo o parecido oligopolio. Abrir una nueva explotación en Cantabria es extraordinariamente difícil y es cierto que las autoridades no lo ponen nada fácil, y que los ecologistas son de por sí incordiantes –están en su papel– pero, detrás de algunas coordinadoras surgidas de forma aparentemente espontánea y de no pocas denuncias han estado otros empresarios del sector, que no estaban dispuestos a admitir la llegada de más competidores o a que perdiesen valor sus canteras si se multiplicaban las explotaciones.
Sólo gracias a estas políticas puede entenderse que los negocios más rentables de Cantabria no sean los que exigen más inversión, ni los más sofisticados tecnológicamente, ni los de mayor valor añadido, sino actividades tan añejas como extraer piedra –por cuya materia prima se suele pagar un canon ridículo a la junta vecinal propietaria de los terrenos– o fabricar hormigón. Después de una constatación como ésta, quién va a convencer a cualquier joven empresario cántabro para que se meta en aventuras de alto fuste innovador. Que abra una cantera, si puede. O si le dejan.
España ha cambiado radicalmente en estos años y su industria es tan competitiva como la de Alemania, Francia o Gran Bretaña, porque en un mundo globalizado cualquiera que se duerma en los laureles queda fosilizado de inmediato. Eso provoca que los precios industriales bajen sistemáticamente. Pero hay sectores que han conseguido eludir esa competencia, porque se encuentran en nichos de mercado locales en los que no es fácil introducirse o porque manejan productos muy pesados y de poco valor (la piedra) o de vida muy corta, como el hormigón. Ahí la evolución de precios ha sido completamente distinta. Aunque ha mejorado sensiblemente la productividad y el precio que pagan por la materia prima apenas ha cambiado, los empresarios del sector no han tenido motivo alguno para ajustarse el cinturón de los márgenes. Si bajan sus beneficios será, única y exclusivamente, por el descenso de las ventas.
El que a estas alturas del siglo XXI se conserven mercados cautivos como éstos, o que nadie pueda abrir libremente una farmacia, un estanco o un despacho de loterías resulta absolutamente injustificable. España tiene un gran problema de competitividad general, pero más en unos sectores que en otros. ¿Será casual que la mayoría de los manifiestamente mejorables estén sometidos a estrictas y muy protectoras regulaciones públicas? Bastaría con un pequeño cambio normativo en el Boletín Oficial del Estado para conseguir la desaparición de algunos de estos lobbyes con derechos casi medievales que cierran las puertas a la competencia. Entonces, ¿por qué nunca ha llegado al poder en España alguien con fuerzas suficientes como para rubricarlo?