Inventario
Tortuosa Administración
Sean de izquierdas o de derechas hay una consigna en la que coinciden todos los gobiernos, la de acercar la Administración a los administrados. Desde hace unos meses ni siquiera hay que acudir a Tráfico para renovar el carnet de conducir. Algo muy de agradecer, porque hay formas mucho mejores de perder el tiempo que hacer colas inútiles para conseguir un formulario o para entregarlo a unas horas en las que el común de la población ha de estar en sus puestos de trabajo. Es una conquista, como también lo es el que desaparezcan 80 visados que han de obtenerse en organismos profesionales y cuya utilidad –excepto la recaudatoria– es tan dudosa que, con toda seguridad, no ocurrirá nada el día que dejen de ser obligatorios.
Aparentemente caen todas las barreras, como cayeron las ventanillas con la llegada de la democracia. Ahora, el contribuyente no tiene que agacharse para poder comunicarse por un ventano medieval con un funcionario del que sólo ve media cara, si no que se relaciona casi de tú a tú a través de un mostrador. Esa es una de las auténticas conquistas de la España moderna, aunque no aparezca entre los derechos constitucionales. Pero hay otras que no se han producido, entre ellas el respeto a la inteligencia del contribuyente. Sobran ejemplos pero voy a poner uno personal. El jefe del Catastro de otra provincia me envía una extensa carta de cuatro folios para informar de un error en el encuadramiento de un apartamento, que afecta a su valor catastral. A lo largo de la inextricable prosa no hay una sola línea que diga si el error es suyo (de la Administración) o mío (del contribuyente); si el nuevo valor es superior o inferior; si las repercusiones fiscales que eso tiene han sido comunicadas y si ellos harán ese ajuste de oficio o soy yo quien tiene que pedir en el Ayuntamiento que me rectifiquen el IBI desde 2006 y hacer una declaración complementaria de Renta. Sólo puedo deducir que el error es suyo, porque en caso contrario me conminarían de inmediato a ajustarme las cuentas fiscales, y que el nuevo valor debe ser inferior al que le habían dado anteriormente y, por tanto, deberé empezar un complejo trámite ante el Ayuntamiento y ante Hacienda si quiero que me devuelvan el dinero.
Eso sí, el señor jefe del Catastro de esa provincia, que en cuatro páginas no ha encontrado la oportunidad de indicar ni una sola vez de quién es el error, cita todas las leyes que pueden afectar al caso y todas las vías de recurso contra la nueva valoración, en una prosa burocrática ininteligible. Al parecer, el castellano (explicitar quién ha metido la pata y cómo se resuelve el asunto) lo deja para su vida privada, en un absoluto desprecio del contribuyente.
La e-administración también es una risa. Uno de mis hijos, que cursa una licenciatura en la Universidad Complutense decidió simultanear otra carrera, la de Derecho, en la misma Universidad. Al tratar de matricularse le pidieron la certificación de haber aprobado Selectividad. De nada sirvió advertirles que otra facultad de la misma Universidad Complutense ya disponía de ella o que, de lo contrario, no podría estar realizando el tercer curso de otra licenciatura. La burocracia y la lógica deben estar muy reñidas porque fue necesario solicitar a la Universidad de Cantabria una copia de la tarjeta de Selectividad y, por supuesto, abonando de nuevo las generosas tasas que sufragan el esfuerzo del funcionario que ha de buscar en el archivo y escribir un par de líneas. Como en Derecho finalmente no hubo plazas, optó por hacer esta segunda carrera por la UNED. Y, por supuesto, si la Complutense no se fía de sí misma, por qué iba a hacerlo la UNED, aunque ambas sean públicas. Así que vuelta a la Universidad de Cantabria a tramitar por tercera vez la certificación de haber aprobado la Selectividad, con muchos apresuramientos y un nuevo pago de las tasas.
En un mundo donde cualquiera puede resolver por vía informática cualquier trámite privado, a muchos ámbitos de la Administración española ni siquiera ha llegado el sentido común, para lo que no se necesitan ordenadores. No es un problema político, sino el producto de una extraordinaria resistencia interna a cualquier cambio, aferrándose a un reglamentismo napoleónico. Y ni siquiera vale la excusa de que eso propicia seguridad jurídica para el administrado, porque la Administración pierde pleitos todos los días precisamente por ese motivo, porque el reglamentismo se ha vuelto inmanejable.
Un modelo que echa el cierre
Todos los periodistas españoles tuvimos la doble condición de asalariados y empresarios hasta bien entrados los años 80 del pasado siglo. Eso sí, éramos empresarios sólo un día a la semana, cuando las compañías para las que trabajábamos dejaban el terreno libre a las Hojas del Lunes, propiedad de las Asociaciones de Prensa, que ese día campaban en régimen de monopolio.
Fue una concesión del franquismo, aunque, en realidad, este absentismo forzado de los empresarios profesionales tenía un trasfondo de cierta lógica económica, ya que así se evitaban los caros sistemas de libranzas a que obliga cualquier negocio que abre siete días a la semana.
Las Hojas, que nacieron como tales (una mera hoja con los resultados deportivos dominicales) acabaron por convertirse en un sustancioso negocio que daba un saneado dividendo a los periodistas por el mero hecho de serlo, al menos en Cantabria. Aunque eso hubiese despertado la codicia de los empresarios de verdad, en el franquismo era muy difícil cambiar una costumbre y nadie se atrevió a desafiar a las Hojas del Lunes hasta que llegó la democracia. Nada más anunciar El País que saldría los siete días de la semana, los demás diarios siguieron la iniciativa en tropel y los periodistas colaboramos con toda ingenuidad a perder un privilegio y un buen negocio.
Es incontestable que en democracia no puede limitarse la libre circulación de los periódicos, pero las Hojas del Lunes daban satisfacción a la mayoría de los lectores. Y ahora ocurre algo parecido con las cajas de ahorros, que han funcionado a satisfacción de casi todos, pero que, en la vorágine de las reformas liberalizadoras, han sido empujadas a convertirse en otra cosa: en bancos con una fundación muy importante, la obra social.
Algunos pensarán que para eso ya está el Banco Santander, con la Fundación Botín, y el BBVA, con la suya. Es cierto, porque las cajas se fundaron para algo más y, a pesar de no manejarse sólo con criterio crematísticos han llegado hasta aquí, mientras desaparecían muchos bancos, lo cual indica que no lo han hecho tan mal. Han contribuido a dar un matiz más social a un negocio que no está precisamente basado en la beneficencia, como es el financiero; han sido una herramienta insustituible para el desarrollo económico y cultural de las regiones en las que están asentadas y, si nos atenemos a los resultados económicos, están tan bien o tan mal dirigidas como los bancos privados y la prueba es que no desaparecieron hace unas cuantas décadas, cuando se eliminaron los impedimentos que tenía la banca española para saltar sus límites regionales y crecer. Por el contrario, las cajas, gestionadas supuestamente de manera poco profesional, han ganado sistemáticamente cuota a los bancos hasta la crisis de CCM, la única baja relevante junto con Cajasur.
También han sobrevivido al estigma de la politización, que curiosamente sólo se produce cuando entran en los consejos algunos partidos, porque quienes más suelen insistir en este aspecto no han tenido empacho alguno en crear una crisis en Cajamadrid para poner al frente a Rodrigo Rato, ex vicepresidente del Gobierno Aznar, o en convertir en presidente de Bancaja al expresidente de la Comunidad Valenciana, también del PP.
Poner a políticos tan significados como éstos o como Narcís Serra como primeros ejecutivos de cajas de ahorros no es la mejor opción, pero no era mucho mejor la anterior, cuando las cajas eran regidas por instituciones benéficas y sociales, que llevaban a los consejos de administración a un puñado de clérigos y de personas con buena voluntad pero absolutas desconocedoras de todo lo concerniente al negocio financiero. El resultado era obvio: en la práctica, los trabajadores de las cajas se gobernaban a sí mismos, y de entonces provienen unas condiciones laborales mucho más ventajosas que las de la banca.
La prueba de que la gestión tradicional no era mejor que la actual está en el hundimiento de Cajasur, la única entidad de ahorros donde los políticos nunca pudieron hincar el diente, porque la Iglesia se negó sistemáticamente a dejar escapar su pieza. Juan Ojeda, vicepresidente tercero de la caja cordobesa y representante del PP en el consejo ha sido muy explícito al valorar lo que ha pasado en su entidad: “Los curas han actuado como un maltratador: o eres mía o no eres de nadie”. Sobran más comentarios.
A Zapatero, que quiso pasar a la historia como el presidente de los avances sociales, la crisis le ha jugado una mala pasada y va a pasar como el presidente forzado a recortar los derechos de los trabajadores y el que acabó con las cajas de ahorros tradicionales. Las fusiones frías serán solo el primer paso de un largo camino hasta convertirse en bancos más o menos convencionales, en cuyos consejos de administración no habrá cargos públicos aunque eso, por sí mismo, no garantiza nada, y en cuyo accionariado habrá capital privado puro y duro, a través de cuotas participativas que, antes o después, harán valer los derechos políticos. Entonces se convertirán en una empresa más, con un plus de responsabilidad social corporativa, para que nadie diga.
Para eso no nacieron las cajas de ahorros y hubiese sido más práctico permitir que los bancos las adquiriesen, aunque son muy pocos los que están en disposición de hacerlo, porque las cajas se han hecho tan grandes como los propios bancos y la situación de unos y otros no es muy distinta.
Es posible que ahora no haya mejores soluciones, pero sí las había hace dos años, cuando empezaron los problemas económicos. Si entonces se hubiese puesto a disposición de las cajas un fondo como el FROB para resolver la baja ratio de capital de muchas de ellas –como hicieron otros países sin ningún pudor con sus bancos privados– se hubieran blindado ante la catástrofe inmobiliaria y hubiesen conservado sus esencias y un papel en el que han sido insustituibles durante más de cien años. ¿Quién lo hará en futuro?